Las lunas son el futuro de las exploraciones espaciales. Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, los cuatro gigantes de la familia del Sol, tienen lo que podemos considerar sus propios sistemas planetarios. La Tierra tiene a la Luna, pero Júpiter regenta 79 satélites; Saturno, 82; Urano, 27 y Neptuno, 14.
Muchos de esos satélites que giran en torno a los cuatro planetas más grandes del Sistema Solar superan claramente en tamaño a la Luna y se parecen más a un mundo que a un simple satélite natural. Gracias a las sondas espaciales, en especial a las Voyager, desde mediados del siglo XX hasta la actualidad se han descubierto más lunas que en cuatro siglos.
En ellas encontramos, además, algunos de los grandes enigmas que la ciencia debe resolver durante el siglo XXI, pero lo cierto es que la historia de las exploraciones en busca de nuevas lunas ha estado rodeada siempre de cierta aureola de misterio.
Ni siquiera podemos afirmar hoy con rotundidad que Galileo fuera realmente el descubridor de Ganímedes, Io, Europa y Calisto, las cuatro lunas principales de Júpiter. Se da por hecho que fue él quien las vio por primera vez en 1610 con su diminuto telescopio, pero Simon Marius, un científico alemán desconocido para casi todo el mundo, reclamó ese mérito cuando Galileo anunció el hallazgo de los cuatro famosos satélites.
Sea cual sea la verdad, la astronomía le reconoce a Marius el peso científico que avala el descubrimiento de la nebulosa de Andrómeda, la popular galaxia a la que Charles Messier clasificaría después con el número 31 de su catálogo de objetos celestes difusos. La nebulosa ya había sido descrita en el siglo X por astrónomos árabes, pero Marius la descubrió de forma independiente en el año 1612, antes de que lo hiciera nadie en Europa.
Al margen de las recriminaciones mutuas entre Galileo y Marius, desde que fueron descubiertas Ganímedes, Io, Europa y Calisto, la astronomía ha tenido en la búsqueda de nuevas lunas algunos de los episodios más fascinantes de su historia. En las casi detectivescas exploraciones de los últimos cuatro siglos han participado los más afamados astrónomos y obtuvieron su recompensa, entre otros, Christian Huygens, Jean Dominique Cassini —también conocido como Giovanni Domenico— y William Herschel.
A Huygens le cupo el honor de descubrir Titán, la mayor luna de Saturno, en 1655, tan sólo 45 años después de que Galileo anunciara su hallazgo de los satélites de Júpiter. Las demás grandes lunas de Saturno fueron halladas más tarde por Cassini y por Herschel, que también fue el descubridor de Urano y de dos de sus lunas: Titania y Oberon.
Todos ellos pasaron miles de horas observando por el telescopio para encontrarlas, pero también las buscaron en vano alrededor de Mercurio, Venus y Marte. El hallazgo de los cuatro satélites galileanos que giran en torno a Júpiter había permitido a los astrónomos comprender que la Tierra no era el centro alrededor del cual se movía el resto del Universo y que la Luna no era un caso único: los demás planetas también tenían sus lunas.
Después de recibir la noticia de que Júpiter albergaba cuatro satélites, el genio de Kepler hizo sus propios cálculos y propuso que el número de lunas de cada planeta debía duplicarse proporcionalmente al orden de distancia. Por tanto, si la Tierra tenía una, Marte debía tener dos, Júpiter las cuatro ya encontradas y Saturno, ocho. Las estimaciones de Kepler no cayeron en saco roto y fueron tomadas como ciertas por muchos astrónomos e, incluso, por escritores clásicos.
Fobos y Deimos, las dos lunas de Marte, se mantuvieron envueltas por el misterio hasta 1971, y su leyenda la alimentaron autores como Voltaire y Jonathan Swift. El primero publicó su cuento «Micromegas» en 1739 y el segundo la famosa obra «Los viajes de Gulliver» en 1726. En el relato de ambas obras se habla de las «dos lunas de Marte» con un siglo y medio de antelación a su descubrimiento, que logró el astrónomo norteamericano Asaph Hall desde el Observatorio de Washington en 1877.
El hecho de que dos escritores tan trascendentales revelaran que Marte tiene dos lunas mucho antes de que se demostrara científicamente forma parte de los grandes mitos de la historia de la astronomía, aunque parece evidente que tanto a Voltaire como a Swift les influyó de alguna forma la convicción de Kepler y otros astrónomos de que ése era el número correcto de satélites que le correspondía tener a Marte.
En «Micromegas«, Voltaire narra el encuentro de dos seres imaginarios, uno de la estrella Sirio y otro de Saturno, y el viaje de ambos por el Sistema Solar. En el relato sobre los dos viajeros siderales de Voltaire, se recoge este fragmento: «Al salir de Júpiter cruzaron un espacio de cien millones de leguas aproximadamente y bordearon el planeta Marte, el cual, como se sabe, es cinco veces menor que nuestro pequeño globo; vieron dos lunas que sirven a este planeta y que han escapado a la mirada de nuestros astrónomos.»
Además, se hace la siguiente referencia: «Ya sé que el padre Castel —se refiere a un jesuita— escribirá, con bastante gracia incluso, en contra de la existencia de estas dos lunas, pero me remito a los que razonan por analogía. Estos buenos filósofos saben lo difícil que sería que Marte, que está tan lejos del Sol, pudiera contentarse con menos de dos lunas».
Pero Jonathan Swift va mucho más lejos que Voltaire. En el capítulo III de la tercera parte de «Los viajes de Gulliver«, donde se relata la estancia del protagonista en Laputa, se hace una descripción de las lunas de Marte que constituye poco menos que una profecía.
Al referirse a las habilidades de los astrónomos del lugar, dice lo siguiente: «Pasan la mayor parte de la vida contemplando los cuerpos celestes, lo que hacen con ayuda de lentes muy superiores a las nuestras en calidad, pues aunque los telescopios más grandes que tienen no llegan al metro, aumentan mucho más que los nuestros de 35, y permiten ver las estrellas con más claridad.
Esta ventaja les ha permitido ampliar sus descubrimientos mucho más de lo que lo han hecho nuestros astrónomos en Europa, pues han compilado un catálogo de 10 000 estrellas fijas, mientras que el mayor de los nuestros no contiene más de una tercera parte de ese número.
Han descubierto asimismo dos astros menores o satélites que giran alrededor de Marte, de los cuales el de dentro dista del centro del propio planeta exactamente tres veces su diámetro, y cinco el exterior; el primero da una vuelta completa en 10 horas y el segundo en veintiuna y media, de modo que los cuadrados de sus períodos son casi proporcionales a los cubos de sus distancias del centro de Marte, prueba evidente de que los gobierna la misma ley de la gravedad que actúa sobre los otros cuerpos celestes».
La primera edición de la obra de Swift se publicó en 1726, pero los satélites de Marte no se descubrieron hasta 1877 pese a las numerosas observaciones en busca de ellos por parte de varias generaciones de astrónomos. Si ya resulta sorprendente que «Los viajes de Gulliver» hable de las lunas marcianas con 151 años de antelación, lo más asombroso no es la profecía de Swift, sino lo acertado de alguna de sus descripciones.
Aunque en los tamaños existen notables diferencias, los períodos orbitales que describe son muy similares a los reales, ya que Fobos gira alrededor de Marte en 10 horas y Deimos lo hace en unas 30, aproximadamente.
Los pasajes literarios de Swift acerca de la capacidad de los telescopios y la calidad de las lentes también tienen matices premonitorios, ya que el descubrimiento de las lunas marcianas y de otros planetas durante el siglo XIX estuvo favorecido por la utilización de los mejores anteojos de la historia, que hoy siguen funcionando todavía a pesar de que otros instrumentos los superan óptica y tecnológicamente en todos los aspectos.
Fobos tiene un diámetro mayor de 26 kilómetros y Deimos de 15, por lo que nos hallamos ante dos lunas muy pequeñas, cuyo tamaño y escaso brillo explica por qué no se descubrieron hasta 1877. En agosto de ese año, el astrónomo norteamericano Asaph Hall las localizó en dos noches sucesivas, primero Fobos y luego Deimos, cuando ya estaba a punto de abandonar la búsqueda tras varias jornadas decepcionantes rastreando el cielo.
Hall utilizó en su descubrimiento el telescopio refractor de 66 cm de diámetro que se inauguró en 1873, cuatro años antes, en el Observatorio Naval de Washington. Fue éste uno de los primeros instrumentos gigantes pertenecientes a la mejor generación de telescopios refractores que se ha fabricado, obra de la empresa óptica de Cambridge fundada por Alvan Clark, cuyo hijo Alvan Graham descubriría más tarde la estrella compañera de Sirius.
No cabe duda alguna de que a la brillantez y perseverancia de Asaph Hall se sumó la capacidad de resolución del refractor Clark, que le permitieron distinguir junto a Marte los dos esquivos puntos de luz de Fobos y Deimos, que hasta entonces no había podido observar nadie. Cabe anotar aquí que 15 años después, en 1892, Edward Emerson Barnard descubrió Amaltea, el quinto satélite de Júpiter, desde el Observatorio de Lick, en el que hacía tres años que se había puesto en servicio un nuevo refractor de la fábrica de Clark, de 91 cm de abertura.
A Barnard se le atribuye una extraordinaria agudeza visual, pero contó con la ayuda del telescopio, que actualmente sigue siendo el segundo refractor más grande construido, después del de Yerkes, también obra de Clark e inaugurado en 1897 con un diámetro de 102 cm.
Las dos lunas de Marte han sido leyenda durante dos siglos y medio. Swift la inició desde la literatura con «Los viajes de Gulliver«, pero tras el descubrimiento por parte de Asaph Hall en 1877, los enigmas se trasladaron a la investigación científica al comprobarse que ambos satélites, ya bautizados con los nombres de Fobos (miedo) y Deimos (terror), tenían un comportamiento que difería de forma notable del de las demás lunas conocidas.
Su pequeño tamaño, la escasa distancia a la que se hallan de Marte y la evidencia de que Fobos —que en el cielo marciano sale por el oeste y se pone por el este— se estrellará algún día contra el planeta despertaron toda clase de hipótesis, de entre las cuales la más espectacular fue, sin duda alguna, la planteada por el prestigioso físico ruso Iosef Shmuelovich Shklovskii, quien creía que Fobos y Deimos no eran dos lunas naturales, sino dos satélites artificiales presumiblemente creados por alguna civilización avanzada en un pasado remoto de Marte.
Fobos
Shklovskii estudió de forma concienzuda las órbitas de los dos satélites y encontró anomalías entre su movimiento y su masa que le indujeron a proponer que eran huecos, es decir, que se trataba de dos objetos artificiales. El científico ruso publicó su teoría a finales de los años 50 del siglo XX, pero al principio sus cálculos no tuvieron mucho eco en los países occidentales.
Años más tarde, Shklovskii llegó a un acuerdo con el famosísimo científico y divulgador Carl Sagan para que éste participara en una segunda edición de su libro titulado «Vida inteligente en el Universo«, que se difundió por Estados Unidos y Europa. En él, Shklovskii exponía con números bien claros los fundamentos de sus controvertidos cálculos, y la colaboración de Carl Sagan, una de las autoridades astronómicas mundiales, avaló sus teorías de alguna forma.
Ciertamente, separados como estaban por el conflicto político que mantuvieron durante décadas Estados Unidos y la antigua URSS, el trabajo conjunto de ambos científicos fue una de las más hermosas contribuciones que ha conocido la historia de la divulgación astronómica. Ambos se olvidaron de las diferencias de sus respectivos países y forjaron un mensaje común en favor de la búsqueda de vida más allá de su conflictivo mundo.
Afirmaba Shklovskii en su obra: «La idea de que las lunas de Marte sean satélites artificiales puede parecer fantástica a primera vista. Sin embargo, y en mi opinión, merece considerarse seriamente. Una civilización técnica mucho más avanzada que la nuestra podría, en efecto, construir y lanzar satélites masivos. Como Marte no tiene un satélite natural grande como nuestra Luna, la construcción de satélites artificiales grandes sería de relativa mayor importancia para una civilización marciana en su expansión por el espacio».
Pero las predicciones de Shklovskii no se cumplieron. Las naves Mariner en 1971 y las Viking en 1976 consiguieron las primeras fotografías nítidas de Fobos y Deimos —en las imágenes telescópicas los dos satélites sólo aparecían como puntos de luz—, que resultaron ser dos asteroides enanos que Marte capturó gravitatoriamente en un pasado remoto.
Los dos mostraron formas muy irregulares, lejos del aspecto esferoidal de los asteroides mayores, y cráteres de violentas colisiones con otros cuerpos celestes, pero no había en ellos nada que permitiera presumir un origen artificial.
Las dos lunas, pese a su extraña naturaleza, se revelaron como simples asteroides, despojos del Sistema Solar atrapados por la atracción gravitatoria del planeta rojo.
Zanjado el enigma de Fobos y Deimos después de la llegada de las naves Viking a Marte, las sondas Voyager empezaron a aumentar espectacularmente, entre 1979 y 1989, el número de lunas conocidas en el Sistema Solar gracias a sus pasos por Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.
En cambio, ni los telescopios ni las sondas espaciales enviadas a Mercurio y Venus han permitido detectar lunas en torno a estos dos planetas, los únicos que están más próximos al Sol que la Tierra. Es creencia generalizada que tanto Mercurio como Venus carecen de satélites, pero a lo largo de la historia se han producido algunas observaciones y hechos que no permiten descartar totalmente esa posibilidad.
Mercurio, como ya hablamos en otro post, perdió de forma temporal a finales del siglo XIX la consideración de primer planeta del Sistema Solar (en orden de distancia al Sol) en favor de Vulcano.
Todas las observaciones que dieron a entender la existencia de Vulcano en aquella época fueron hechas a través del telescopio, pero los interrogantes acerca de una posible luna de Mercurio fueron abiertos en 1974 por la nave Mariner 10, que consiguió para la humanidad las primeras imágenes detalladas del planeta, cerca del cual detectó la presencia de un objeto que mostraba notables anomalías en el espectro.
El hallazgo causó un importante revuelo en la NASA durante la misión, pero al final se identificó la presunta luna de Mercurio como una estrella perteneciente a la constelación de Crater, por lo que en realidad no se trataba de un satélite. Sin embargo, las extrañas emisiones en el ultravioleta detectadas en el objeto quedaron por aclarar y se ha llegado a sugerir que la estrella no tenía nada que ver con el objeto del que surgieron inicialmente las radiaciones. Desde entonces, Mercurio sigue siendo un planeta sin luna, como lo era antes.
En Venus, en cambio, no se ha resuelto el misterio. Como sabe todo el mundo, este planeta, el más próximo a la Tierra y el más parecido a ésta en tamaño, no tiene satélites conocidos. Sin embargo, lo que muy pocos saben es que durante varios siglos de estudios a través del telescopio, distintos astrónomos de gran renombre creyeron haberle descubierto un satélite a Venus, que entre finales del siglo XVII y finales del XIX protagonizó varios episodios de controvertidas observaciones similares a las de Vulcano.
El primer científico que creyó haber encontrado la luna de Venus fue ni más ni menos que Jean Dominique Cassini, descubridor de la división principal de los anillos de Saturno —que en honor suyo lleva su nombre— y de cuatro de los satélites principales de este planeta: Japeto, Rea, Dione y Tetis.
Cassini dedicó varias décadas de su vida a la exploración de los planetas, y entre 1672, año en que descubrió Rea, y 1686 observó al menos dos veces un extraño objeto próximo a Venus. No se trataba de una estrella, al menos aparentemente, puesto que el ilustre astrónomo creyó percibir que tenía fase, es decir, que sólo una porción de su hemisferio visible estaba iluminada por la luz del Sol. De ser cierto, su tamaño debía de ser notable, al menos lo suficiente para compararlo al de la Luna.
Jean Dominique Cassini
La observación de Cassini fue atestiguada por otros observadores, y un siglo después ratificada por Joseph Louis de Lagrange, un prestigioso científico que descubrió el movimiento de libración de la Luna, consistente en un balanceo que desde la perspectiva de la Tierra nos permite observar una porción del hemisferio habitualmente no visible (debemos recordar que la Luna, por efecto de la atracción gravitatoria de nuestro planeta, siempre nos muestra la misma cara).
Después del testimonio de Lagrange, numerosos documentos mostraron década tras década nuevas confirmaciones de la existencia de una luna en Venus, pero en 1887 la Academia de Ciencias de Bélgica publicó un informe en el que sugería que no se trataba de un satélite del Lucero del Alba, sino de estrellas observadas junto a él.
Cinco años más tarde, cuando el asunto parecía olvidado, se produjo algo sorprendente, al intervenir en el debate de forma casi involuntaria el astrónomo con vista de lince que fue Edward Emerson Barnard. En 1892, el mismo año que descubrió Amaltea, la quinta luna de Júpiter, Barnard halló un objeto brillante en las proximidades de Venus, en un punto en el que no estaba catalogada ninguna estrella.
La inesperada revelación de Barnard transformó en misterio el enigma de la luna de Venus porque, a pesar de que desde aquel día de finales del siglo XIX no ha vuelto a saberse nada del misterioso objeto, nadie duda de la fiabilidad de las observaciones de este astrónomo, cuya capacidad visual le llevó a encontrar el primer cráter de Marte un siglo antes de su descubrimiento oficial, cuando en 1965 llegó hasta allí la nave Mariner 4.
En el caso del cráter, no obstante, Barnard no se atrevió a revelar su hallazgo porque temía que se rieran de él, ya que a finales del siglo XIX existía la convicción social de que Marte era un mundo habitado y cubierto por vegetación.
Como se ve, las lunas del Sistema Solar han estado permanentemente rodeadas de incógnitas que no han hecho sino acrecentar la fascinación de los astrónomos por su estudio. Algunas de ellas, como Europa en Júpiter y Titán en Saturno, pueden obsequiarnos con importantes revelaciones en las próximas décadas, aunque de ello trataremos en el futuro.
Fuentes:
https://solarsystem.nasa.gov/moons/in-depth/
http://www.nasonline.org/publications/biographical-memoirs/memoir-pdfs/barnard-edward.pdf
https://www.npr.org/sections/thetwo-way/2015/11/11/455615396/grooves-on-mars-moon-are-signs-that-it-s-slowly-shattering-nasa-says?t=1584017326123
https://theness.com/neurologicablog/index.php/jonathan-swift-predicted-the-moons-of-mars/
https://www.universetoday.com/88253/finding-phobos-discovery-of-a-martian-moon/
http://www.astro.sunysb.edu/fwalter/AST389/TEXTS/micromegas.html