Regresaba de una fiesta muy animada en el Barrio de Trinidad rumbo a mi casa. Eran como las dos y media de la madrugada, la noche estaba muy oscura ya que una pertinaz tormenta de agua y viento castigaba la Avenida Mariscal López de la ciudad de Asunción. Conducía con cuidado, la energía eléctrica se había cortado y sólo la luz de los faros de mi automóvil y la intensa luz pero fugaz de los relámpagos alumbraban mi camino.
Faltaba una cuadra para llegar al cementerio de la Recoleta, cuando veo una persona al borde de la vereda haciendo señales para que me detenga. No lo hago, disminuyo la velocidad y paso lentamente y observo nítida la figura de una muchacha muy joven con cara de susto implorando ayuda. Mi instinto de humanidad privó, detengo la marcha y pongo marcha atrás, hasta llegar al lugar en donde ella estaba. Se acercó y me imploró si la podía acercar hasta su casa.
Abrí la puerta y se sentó presurosa, gracias, nadie quería parar, me dijo, tal vez por miedo, suele haber asaltos por aquí y no los culpo. Me comentó que hace unos dos años a ella misma le había pasado algo muy feo por la zona y por eso estaba con mucho miedo. Me percaté que la muchacha era muy bonita, lucía un vestido blanco de fiesta que resaltaba su esbelta figura. ¿Qué hacía sola una chica tan bonita en ese sitio?
Como si hubiera leído mi mente, me explicó: salí de una discoteca y acordé en encontrarme ahí mismo con un grupo de amigos que al final no llegaron, la discoteca cerró y me quede sola. Comenzó a llover muy fuerte y bueno aquí estoy. Le pregunté donde quería que la deje. Llevadme hasta mi casa, mi madre debe estar muy preocupada, siempre se preocupa mucho por mí, me doy cuenta que sufre mucho cuando no estoy con ella. Me dio la dirección, no estaba muy lejos de allí, a unas 20 cuadras más o menos.
La lluvia no cesaba, hasta parecía hacerse a cada minuto mas intensa. La muchacha temblaba de frío, instintivamente le tomé la mano y le dije que se tranquilizara que ya estaba todo bien. Sus manos, estaban frías como el mármol. Tomé mi abrigo de cuero de vaca que tenía en el asiento de atrás de mi automóvil. Póntelo, estás muerta de frío, le dije.
– Muchas gracias, de todas maneras ya falta poco para llegar.
Llegamos al lugar.
– Detente, yo vivo en esa casa de en frente ¿la ves? Un poco por cortesía y otro porque esa muchacha me gustaba, le dije “quédate con el abrigo”, que yo al otro día volvería a buscarlo. El pretexto era perfecto para volverla a ver.
Me dijo: “muy bien, mañana lo pasas a buscar. Te espero”.
– Hey, ¿cómo te llamas?
“Mariana”, me respondió sonriendo. Retorné mi camino a casa pensando en esa bella muchacha y en las extrañas circunstancias de haberla conocido.
El domingo había amanecido radiante, desperté a eso de las once de la mañana. Ya a esa hora el día se presentaba caluroso y muy húmedo. Voy a ver a esa muchacha, me dije. De paso la invitaré a almorzar. Me dirigí hacia allá, estacioné mi automóvil. Toqué el timbre. Salió una mujer de aproximadamente cincuenta años, muy parecida a Mariana, seguramente su madre. En realidad esperaba que ella saliera.
– Buenos días joven, ¿qué es lo que desea?
– Bueno, en realidad vengo a rescatar un abrigo que anoche le presté a su hija Mariana, es de cuero marrón oscuro…
– Disculpe se debe haber equivocado de casa, Mariana ya no vive con nosotros.
– Disculpe pero anoche la acompañe hasta aquí y me dijo que aquí vivía.
El rostro de la mujer se puso pálido. Me dijo con lágrimas en los ojos: “mi hijita Mariana falleció hace dos años en un accidente de automóvil. Venía con unos amigos de una fiesta en donde habían bebido demasiado”. No pudo contener las lágrimas mientras me explicaba. Yo insistí, describiendo cómo era la muchacha y el vestido que llevaba puesto.
– Pase por favor.
Abrió un cajón de un mueble de la sala y tomó una llave. Nos dirigimos por una escaleras y nos encontramos con una habitación cuya puerta estaba cerrada. La mujer abrió la puerta.
– Esta habitación permaneció siempre cerrada desde que ella murió. Esa noche estaba muy bonita, llevaba un vestido de fiesta blanco que yo misma se lo había hecho. Se dirigió hacia el placard y lo abrió.
Se me doblaron las rodillas, pude ver con espanto mi abrigo colgado, junto con su aún mojado vestido blanco.
Por Alfred King