Lenguas ibéricas, latín, gaélico, árabe, vascuence… Un idioma no es un invento voluntarista. El español actual es resultado de un largo camino evolutivo que sólo se conoce a partir de su primer documento escrito.
No es posible decir cuándo nace un idioma, porque las lenguas no son producto de un parto, sino de una evolución que responde a la historia social y a las preferencias fonéticas y expresivas de sus hablantes. Nadie se puso de acuerdo con nadie para inventar el alemán. El alemán, como el castellano y las restantes lenguas vivas europeas (menos el húngaro, el finés y el vasco, a los que se reconoce un origen extraño al ámbito lingüístico común indoeuropeo) son resultado de un larguísimo camino evolutivo que se puede rastrear hasta la primera vez en que fueron escritas. Pero desde aquella primera huella hacia atrás sólo podemos hacer conjeturas, porque resulta imposible conocer una lengua cuyos hablantes desaparecieron sin dejar nada escrito.
El conjunto ibérico de lenguas dejó muchos documentos escritos
Sabemos que el latín comenzó a sonar en la Península desde que los romanos emprendieron la conquista de Hispania, en torno al segundo siglo antes de Cristo. El idioma del Lacio habría de imponerse sobre los lenguajes nativos, que utilizaban alfabetos propios con signos muy parecidos entre sí. Aquel manojo de lenguas que llamamos, en su conjunto, el ibérico, dejó una cantidad considerable de documentos escritos sobre bronces, plomos, cerámica y piedra (a veces con excelente caligrafía) que, para sonrojo de nuestra clase investigadora, aún no se han conseguido descifrar. Sólo hemos logrado saber qué sonido representa cada uno de los signos que lo componen, de modo que podemos leer el contenido de los documentos (por ejemplo: anbeiko baidesir salduko kulebo bérkuke bigiltirste eresu), pero no tenemos la menor idea de lo que significa lo que acabamos de leer.
Cuando una lengua se impone a otra, es inevitable el mestizaje. Los hispanos que comenzaron a hablar latín debieron tener al principio un acento horriblemente bárbaro. Pero luego, la lengua de Roma se impuso en toda la Península, evolucionando hacia una forma más degradada, el sermo vulgaris, que era lo que hablaba la gente. Sin embargo, hubo vocablos que se resistieron tenazmente a ser desplazados por el latín y perduraron desde la vieja lengua ibérica o celtibérica hasta hoy. Entre ellos, perro, preferida a la forma latina canis, que dio cane en italiano y chien, en francés, o cama, que ganó la partida a lectus, letto en italiano y lit, en francés.
En el siglo V se deshizo el Imperio y los bárbaros, ya latinizados y cristianizados, lo invadieron todo. Cuando los visigodos atravesaron los Pirineos y se establecieron en Hispania, su mestizo latín germánico se mestizó a su vez con el mestizo latín hispánico. De esa mezcla surgieron características propias en el uso del latín que se extendieron por todo el territorio peninsular. En los documentos de la época se empiezan a detectar variantes típicamente hispanas que son comunes al sur, al oeste y al este de Hispania. Además, los invasores aportaron algunas palabras de origen germánico (como werre, que dio war en inglés y guerra en español), que se incrustaron para siempre en el habla popular.
Así estaban las cosas cuando, en el siglo VIII, aparecieron los musulmanes. Traían una lengua desarrolladísima y homogénea, que llegaría a mestizarse con el latín vulgar, aunque muy lentamente. Cuando se produjo la reacción cristiana y los pequeños focos de resistencia del Norte se transformaron en otros tantos reinos, el latín hispánico inició un proceso de fragmentación en romances diferentes. Las lenguas occidentales, habladas en Galicia y León, quedaron separadas de las que se hablaban en Aragón y Cataluña por la aparición de un elemento nuevo y muy vigoroso que se vino a interponer entre ambas: el castellano.
Las primeras palabras escritas en una lengua que ya puede llamarse castellano se descubrieron en el manuscrito número 60 del monasterio de San Millán de la Cogolla, en la Rioja Alta. Fue en 1913, cuando el gran erudito D. Manuel Gómez Moreno reparó en la posible importancia de unos comentarios (glosas) garabateados en los márgenes de dicho volumen. De acuerdo con Menéndez Pidal, se trasladaron las glosas a un experto calígrafo que estableció su fecha hacia el año 980. Eso las convertía automáticamente en la primera muestra, en el primer vagido, como se dijo entonces, del español.
El pequeño texto es una invocación religiosa que dice así: Cono aiutorio de nuestro dueno, dueno Christo, dueno Salbatore, qual dueno yet ena honore, e qual dueno tienet ela mandatione cono Patre, cono Spiritu Sancto, enos siéculos de los siéculos. Facanos Deus omnipotes tal serbitio fere ke denante ela sua face gaudiosos segamos. Amem. (Con la ayuda de nuestro dueño don Cristo, don Salvador, que honrado sea y que tiene la potestad con el Padre y con el Espíritu Santo en los siglos de los siglos. Háganos Dios omnipotente hacer tal servicio que seamos gozosos delante de su rostro. Amén)
El primer vagido
Las palabras más antiguas que se escribieron en el nuevo idioma castellano se descubrieron en el manuscrito número 60 del monasterio de San Millán de la Cogolla (arriba), situado en la Rioja Alta. Las conocidas como “glosas de San Millán” pertenecen al Códice Emilianense (sobre éstas líneas). Lo más llamativo de este lenguaje es que poseía características muy originales y distintas a las de las lenguas orientales de Aragón y occidentales de León.
Por su modo de pronunciar el latín, los vascos fueron los padres del castellano
Así amanecía el castellano, si bien el cómo llegó a surgir es más difícil de establecer. Por el tiempo en que fueron escritas aquellas glosas que llamamos “Emilianenses”, la Rioja era tierra fronteriza. De acuerdo a la vieja división romana, la Tarraconense y la Lusitania colindaban aproximadamente por la actual divisoria entre la Rioja y Burgos. En el siglo X, los reyes de Navarra decidieron que aquel era su límite natural por el Oeste y se empeñaron en llevar hasta allí su frontera con León. De modo que hacia el año 980, fecha aproximada de las glosas, algunos monjes riojanos de San Millán eran sin duda de origen navarro y vascófono. A ello se debe la circunstancia extraordinaria de que, junto a las primeras palabras conocidas escritas en castellano, se encuentren asimismo las primeras palabras conocidas escritas en vasco.
Los dos idiomas asoman la cabeza a la Historia a la vez, como hermanos siameses. Ahora bien: si el monje que se arrancó a escribir castellano en la Rioja Alta era vascoparlante, cabe pensar que el impulso que produjo la lengua que él escribió por primera vez respondía a preferencias fonéticas vascas, y eso supone tanto como decir que los vascos fueron los padres del castellano a través de su modo peculiar de pronunciar el latín. La cuestión profunda es si podemos llamar vascuence a aquella lengua, o si la identificamos ahora como vasca porque sólo perduró en Vasconia, habiendo sido hablada antes en territorios más amplios de los que la desalojó el latín sin dejar rastro. Ignoramos por completo qué se hablaba en Cantabria, en Asturias o en la propia Rioja antes de que llegara el latín. Muchas veces se ha intentado demostrar que el vasco podría ser un fósil de la vieja lengua ibérica que desapareció en todas partes excepto en aquella zona, protegida por la impenetrabilidad de sus montes. Pero también es verdad que el vasco está tan atestado de voces latinas que, como decía Pidal, sus lexicógrafos padecen a menudo cierto sentimiento de pesar al ver su lengua llena de términos exóticos.
En todo caso, las glosas del monje euskaldún de San Millán expresan el surgimiento de un romance nuevo, con características distintas a las de las lenguas orientales de Aragón y a las occidentales de León. Los hablantes de aquel romance miraban hacia el Sur, donde iban ganando terreno trabajosamente al califato cordobés. Los enclaves conquistados se mantenían y reforzaban entre sí a base de un complejo sistema de puntos fuertes materializados en forma de castillos.
Por eso se llamó Castilla al nuevo reino, cuya lengua, el castellano, fue desarrollándose en su marcha de conquista hacia la meseta, penetrando en el sur como una firme cuña que impidió a partir de entonces el contacto lingüístico entre León y Aragón, diferenciando al romance galaico-portugués del catalán. La imagen más parecida que tenemos a mano sobre la vida de aquellos primeros castellanos es la de los pioneros de Norteamérica, que iban ganando tierras hacia el Oeste a base de un sistema de fuertes militares enclavados en territorio indígena.
Entre eruditos anda el juego
En 1913, el gran erudito Manuel Gómez Moreno (arriba, en un retrato realizado por Vázquez Díaz) fue capaz de darse cuenta de la importancia de los comentarios garabateados en los márgenes del Códice Emilianense sobre éstas líneasa, una ilustración del manuscrito que representa a los obispos de la división eclesiástica peninsular inscritos en un círculo).
Un buen consejo
Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) es el gran estudioso de los orígenes de la lengua española. Solicitó a los mejores calígrafos que estudiaran las glosas halladas en el manuscrito iluminado de San Millán. Así se estableció la fecha de su escritura en el año 980.
El avance de la lengua castellana se sustenta en la religión y en la milicia
Pero aquellos musulmanes no eran precisamente como los apaches o los sioux. Aquí los sioux éramos nosotros, bastante inferiores en cultura y desarrollo material a los elegantes e ilustrados islámicos que teníamos enfrente, cuya civilización se encontraba viviendo su período de máximo apogeo.
Sin embargo, Castilla progresa y el castellano florece. Sus primeros logros artísticos tienen que ver con los dos pies en los que se sustenta su avance: la religión y la milicia. Un castellano es, por definición, un guerrero cristiano, y por tanto alguien interesado en leer la gesta de un héroe nacional o la vida y milagros de un santo no menos nacional. Por eso, en el siglo XII aparecen el anónimo Cantar de Mio Cid y las obras de Gonzalo de Berceo, un monje del monasterio de San Millán, que escribe entre otras obras la biografía de Santo Domingo de Silos. A pesar de sus grandes diferencias, hay mucho en común entre estas dos primeras manifestaciones literarias castellanas. Una frescura de estilo propia de una lengua que está en su infancia, y que a la vez es ingenua y maliciosa, cazurra y elevada, burda y elegante. Tiene, en fin, la naturalidad con la que un niño pinta una casa:
Quantos que son en mundo iustos e peccadores
Coronados e legos, reys e enperadores
Alli corremos todos vassallos e sennores
Todos a la su sombra imos coger las flores
Uno de los primeros mestizajes que se le impuso al joven idioma fue el derivado de su contacto permanente con los árabes. La Reconquista se prolongó a lo largo de 32 generaciones, de modo que durante 800 años fue el árabe la lengua que los castellanos escuchaban ante ellos. A lo largo de ese tiempo, las relaciones entre moros y cristianos conocieron todos los estados que van desde el odio más profundo a la convivencia más estrecha, de modo que algunos reyes castellanos se vestían al modo islámico y algunos reyes musulmanes daban a sus hijos nombres castellanos.
De ese forzoso y prolongado mestizaje llegaron al castellano una multitud de arabismos. Son tan abundantes que su glosario etimológico, publicado en 1886 por Eguilaz y Yanguas, ocupa un volumen de cerca de 600 páginas. He aquí algunas muestras de palabras castellanas de origen árabe: bata, chaval, andrajo, chulo, ojalá, alcalde, tugurio, catre, chorro, faca, garrafa, maroma, orujo, azafata…
Además, por medio del árabe llegaron otras palabras procedentes de lenguas orientales. Espinaca, por ejemplo, era una palabra persa que, pronunciada a la manera arábiga, produjo el isfinach que a su vez derivó en la palabra castellana. Los idiomas hacen a menudo esas extrañas cópulas a distancia. Un caso muy interesante relativo a nuestra lengua es el de la palabra bar, hoy completamente internacionalizada. El origen de este bar que vemos en todas partes fue la palabra castellana barra, que pronunciada a la francesa como barre entró con los normandos en Inglaterra y quedó allí en la forma bar. De manera que cuando nos referimos a la barra del bar, estamos repitiendo la misma palabra en dos idiomas y con bastantes siglos de diferencia.
En cuanto a la estructura interna del castellano, a cómo está configurado el idioma por dentro, hay mucho que decir. Si hubiera que escoger una de sus características específicas, bien podría ser el pudor que demuestra ante los pronombres personales y posesivos. Es evidente que en nuestra lengua se aprecia un marcado empeño por eludir en la medida de lo posible ese tipo de referencias, empeño que se remonta a las épocas en que se estaba inventando la cortesía. Así, el castellano, aunque puede decirlo, no dirá “levanto mi brazo”, como el inglés, sino “levanto el brazo”, ni dice “yo soy una mujer”, sino sencillamente “soy una mujer”. Sin embargo, la enorme presión actual del inglés hace que ya no nos parezca raro escuchar a los locutores deportivos frases como “el jugador recibió un golpe en su rodilla izquierda”, a lo que hasta hace poco hubierámos respondido en España: “¡Toma, claro! ¡No va a ser en la mía!”
La lengua española es la que se hablará en las cortes europeas
Durante los siglos XVI y XVII, mientras el español inunda el Nuevo Mundo, se producen en España los monumentos más altos y más finos de la literatura castellana. Son siglos irrepetibles en los que Cervantes inventa la novela moderna, y el teatro y la poesía castellanos producen colosos de la talla de Quevedo, Lope de Vega, Calderón o Góngora. La lengua española se habla en las cortes europeas. Los idiomas siempre han hecho presión unos sobre otros; y el castellano, convertido luego en español, sabe perfectamente lo que es eso. Cuando era una lengua imperial, la ejerció sin complejos sobre las que dominaba, y cuando llegó la decadencia posterior, soportó como pudo la presión que venía de fuera.
En tiempos de peso cultural francés admitió y adoptó palabras francesas (galicismos), del mismo modo que admite y adopta palabras inglesas (anglicismos o, más bien, norteamericanismos) en estos tiempos de presión cultural norteamericana. La diferencia es que ahora la presión se padece a través de medios poderosísimos y múltiples, toda vez que el inglés se ha convertido en la lingua franca de nuestros días y sus clichés nos asaltan por todas partes. De tal modo que, en vez del habitual “Buenos días”, el empleado de la ferretería puede llegar a despedirnos con un cordial “¡Que tenga un buen día!” en correctísima traducción del inglés “Have a nice day!”.
El español de Andalucía y las Américas
El desarrollo máximo del castellano tuvo lugar al instalarse en las tierras de Andalucía. El idioma llegó allí terminado y fijado después de larga evolución, razón por la cual los hablantes andaluces nunca cometen defectos como el laísmo o el loísmo, tan corrientes en otras partes cuyos hablantes se tienen por herederos del Cid. Mientras que en la Rioja, cuna del idioma, aún se vacila en el género de palabras adquiridas más tarde, como aceite (que entra del árabe desplazando al latino oleo) y se dice l’aceite, o incluso l’aceitita, en Andalucía los niños aprenden un castellano ya resuelto y prosódicamente más afilado, aunque desde la versión norteña pueda calificarse de fonéticamente corrupto.
Tal calificación olvida que fue en las tierras andaluzas donde se suavizó y se explayó la vigorosa lengua norteña, alcanzando sus últimas cotas de desarrollo fonético. Las ásperas zetas, por ejemplo, se esfuman de las gargantas y ya nunca llegarán a Canarias ni al Nuevo Mundo, que es donde el idioma alcanza su máxima capacidad de expansión y donde su unidad experimenta las mayores pruebas. Se ha dicho y repetido muchas veces que la homogeneidad de la lengua española en el centro y el sur de América es un fenómeno casi inédito en la historia lingüística. En efecto, resulta sorprendente que a pesar de la distancia que separa a un mejicano de un chileno y del tiempo que ha transcurrido desde que en ambas tierras se implantara el español, los dos hablantes puedan entenderse hoy día a la perfección, descontando modismos particulares que el otro, por regla general, comprende.
Se dice que el responsable de ese aparente milagro es el sistema fonético del castellano, apoyado en una transcripción escrita tan clara y escueta, que podría decirse que tal como se escribe se pronuncia, si descontamos las haches mudas y algunos otros detalles. Tal vez por ello sea, como se afirma, uno de los mejores idiomas a la hora de entenderse oralmente con un ordenador. Y quizá en este punto le esté esperando el futuro.
Un poeta castellano
El primer poeta castellano fue el monje Gonzalo de Berceo (arriba), que vivió en San Millán (sobre éstas líneas, representación del Concilio Hispalense II en el Código Emilianense) a fines del siglo XII. Pertenece a la escuela del “Mester de Clerecía” y su obra se caracteriza por su vocación didáctica y su sentimiento religioso.
Un personaje muy admirado
Cuando, ya en el siglo XII, el castellano florece, aparece el “Cantar de Mio Cid”, que se divulgaba oralmente a través de los juglares. Las gestas de este héroe nacional se recogieron también en la “Crónica de Veinte Reyes”, del siglo XIV (arriba, el Cid luchando con Martín Gómez).