GALILEO GALILEI: «Siendo evidente que dos verdades no pueden contradecirse, el deber de los intérpretes sagaces consiste en esforzarse en demostrar que los verdaderos significados de los textos sagrados concuerdan con las conclusiones naturales, tan pronto como su certeza sea demostrada por el testimonio manifiesto de los sentidos o irrefutables comprobaciones. Diré más: las Escrituras, aunque inspiradas por el Espíritu Santo, admiten en muchos pasajes interpretaciones distantes en su sentido literal, y no pudiendo nosotros mismos asegurar con absoluta certeza que todos sus intérpretes hablen bajo inspiración divina, yo estimaría prudente no permitir a nadie la cita de sentencias de la Escritura y obligar, de algún modo, a sus intérpretes a no garantizar la veracidad de tal conclusión natural, respecto a la cual podría ocurrir que nuestros sentidos o demostraciones inequívocas vinieran a demostrarnos un día todo lo contrario.»
He aquí un gran desafío para astrónomos e historiadores. Transcurridos dos milenios desde el nacimiento de Jesús, aún no hemos podido averiguar qué fue la Estrella de Belén, aquel «portento celeste» —así lo definió Johannes Kepler— que guió a los Reyes Magos hasta el nuevo rey de los judíos. A lo largo de los últimos 2.000 años, los eruditos han intentado averiguar la verdadera naturaleza del majestuoso acontecimiento astronómico que alumbró una nueva era para nuestra civilización, pero ni siquiera de un episodio fundamental de la historia como la natividad de Jesús ha llegado hasta nosotros la información necesaria.
Aunque esto pueda sorprender a muchos, se desconoce la fecha exacta de tan trascendental nacimiento, que nadie pareció encargarse de datar con la suficiente precisión. La actual celebración de la Navidad el día 25 de diciembre no se corresponde con la verdadera fecha en la que nació Jesús, puesto que fue introducida en el siglo IV d. J.C. por el papa Julio I tras la caída de Roma, con el fin de acabar con las tradiciones paganas que desde hacía siglos se celebraban en esa misma época del año, muy próxima al solsticio de invierno.
La incertidumbre acerca de la fecha exacta del nacimiento de Jesús ha impedido determinar la naturaleza de la Estrella de Belén, aunque poco a poco sí que se ha podido ir reduciendo el abanico de opciones posibles, lo que ha permitido, a su vez, descartar numerosos fenómenos celestes que se barajaban en otras hipótesis. Entre todas las teorías, la de una conjunción planetaria y la aparición de una nova se han asentado como las más firmes candidatas para explicar el origen de la Estrella de Belén, aunque lamentablemente su base científica es frágil, puesto que, como el resto de las opciones, se basa en numerosas suposiciones y deducciones sobre fechas y hechos históricos de los que no albergamos todos los testimonios necesarios.
Los documentos en los que aparecen referencias acerca de la Estrella de Belén son escasos. En la Biblia sólo el apóstol san Mateo habla sobre ella cuando describe los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesucristo, y las alusiones son tan escasas que apenas ocupan varios versículos. En los pasajes sobre la «Adoración de los magos», el Evangelio de San Mateo narra que «nació Jesús en Belén de Judá.
Y unos magos venidos de tierras de oriente llegaron a Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?, pues vimos su estrella en el oriente y venimos a adorarle”». Varios versículos después, Mateo afirma que «Herodes, llamando secretamente a los magos, se informó de ellos sobre el tiempo de la aparición de la estrella», y añade que los magos «después de escuchar al rey partieron. Y la estrella que vieron en el oriente les precedía, hasta que tras llegar a donde estaba el niño se detuvo. Al ver la estrella se llenaron de inmenso gozo».
Entrevista de los Reyes Magos con Herodes.
Estos pasajes constituyen las principales referencias bíblicas acerca de la Estrella de Belén. Cualquiera puede comprobar que cada una de las biblias traducidas al castellano aporta sus propios matices a la interpretación de los versículos, de forma que, por ejemplo, en donde aparece escrito «gozo», en otra dice «alegría». Resulta difícil saber, incluso, si cuando los «magos venidos de tierras de oriente» afirman haber visto «la estrella en el oriente» se refieren a que la observaron en el lugar del que partieron o aludían, en cambio, a que la veían en el cielo oriental desde la perspectiva en la que se encontraban.
No se trata de un problema de la transcripción al castellano únicamente, ya que esto ocurre con cualquier traducción moderna a otro idioma, sino que en realidad ya existen dudas sobre los propios matices que pudo introducir san Mateo respecto a los textos originales que usó para el suyo, y es que una de las grandes incógnitas de la Estrella de Belén reside en el hecho de que sólo él hiciera referencias sobre ella, mientras que en los demás evangelios no aparece ninguna.
Pero la clave del problema está en el siglo VI d. J.C., cuando se abandonó el calendario romano y se adoptó el cristiano merced a las directrices del papa Juan I, que encomendó al monje Dionisio el Exiguo que elaborara el nuevo calendario, y éste decidió basarlo en el nacimiento de Jesús. Dionisio el Exiguo es considerado por los historiadores como uno de los mayores sabios de aquella época, pero se sabe actualmente con certeza que cometió varios errores en sus cálculos sobre las fechas, aunque ni siquiera los expertos saben con exactitud todos los fallos que tuvo, a excepción de los más importantes.
Lo que ha ocurrido es que, al comprobarse que hay varios errores importantes en la cadena cronológica, cualquier fecha carece de los necesarios fundamentos para considerarla totalmente fiable. El más garrafal de esos errores fue, sin duda, que pasó por alto el año cero, es decir, que saltó del año 1 a. J.C. al 1 d. J.C., pero también existen notables dudas acerca de sus apreciaciones acerca de la fecha de la muerte del rey Herodes, que es muy importante para datar la del nacimiento de Jesús.
Estos errores y otras imprecisiones han trasladado hasta la actualidad un calendario que, pese a arrancar con el nacimiento de Jesús, no coincide verdaderamente con él. Pese a estos fallos, el nuevo calendario de Dionisio el Exiguo fue asimilado siglo tras siglo hasta nuestros días por la Iglesia, de forma que las posibilidades de ajustar la fecha real de la Navidad se fue perdiendo de forma definitiva en el tiempo.
Dionisio el Exiguo.
Si supiéramos con precisión cuándo nació Jesús, el enigma estaría probablemente resuelto, incluso con un margen de error de un año, porque se conocen muchos de los acontecimientos astronómicos ocurridos entonces. El problema está en saber cuál de ellos fue en realidad la Estrella de Belén. Sin embargo, hechas las oportunas correcciones al calendario de Dionisio, unos estudiosos establecen el año 5 a. J.C. como fecha real del nacimiento, otros hablan del 2 a. J.C. y muchos otros postulan teorías alternativas que van desde el año 12 a. J.C. hasta el 1 d. J.C.
Conociendo cuál de ellas es la verdadera, los astrónomos podrían dar una respuesta casi inmediata al origen de la Estrella de Belén, pero dada la falta de acuerdo, lo que se ha hecho es descartar aquellos fenómenos u objetos celestes que no se ajustan al abanico de fechas posibles. Dentro de este esquema, es evidente que uno de los fenómenos más significativos fue una conjunción planetaria protagonizada por Júpiter y Saturno, que unos autores datan en el año 2 a. J.C. y otros en el 7 a. J.C.
El científico Mark Kidger, de la Agencia Espacial Europea (ESA), uno de los expertos que ha estudiado más a fondo la cuestión, cree que la opción más probable para la Estrella de Belén es la nova aparecida en la constelación del Águila en el año 5 a. J.C. y de la que existen referencias de los astrónomos chinos de la época. Una nova es una estrella que, tras explotar, cobra un brillo repentino que la hace destacar en el cielo.
Si bien no está aclarado si las crónicas chinas describen un cometa o una nova (no tan poderosa como una supernova) al referirse al astro aparecido en los cielos el 31 de marzo del año 5 a. J.C., no cabe duda de que se trató de un fenómeno astronómico lo bastante llamativo para los sabios que observaban el firmamento. Asimismo, Kidger es uno de los investigadores que más tiempo ha dedicado al estudio de este capítulo de la historia de la astronomía, por lo que su tesis es una de las más sólidas.
Otra de las hipótesis que se mantiene abierta es que fuera un cometa —no necesariamente el Halley—, a pesar de que la mayoría de los expertos actuales la descarte aduciendo que los astrónomos chinos no observaron ninguno en los años próximos a la natividad, a excepción de la posibilidad mencionada sobre el astro desconocido del año 5 a. J.C.
Desechar la opción cometaria simplemente porque no existen testimonios de la antigua y sabia astronomía china es toda una forma de quitarse un problema de encima, porque como bien sabe cualquier astrónomo, los caprichos de la atmósfera se han encargado durante toda la historia de ocultar miles de espectáculos celestes a una parte de la humanidad y de mostrárselos de forma esplendorosa a otra.
El retablo La adoración de los Reyes Magos, pintado en 1301 por Giotto, escenifica el portal de Belén atribuyendo a la estrella navideña la forma de un cometa.
Respecto al Halley, ha sido un buen candidato a ser la Estrella de Belén durante siglos, pero los cálculos más aproximados sobre la fecha en que nació Cristo parecen descartarlo, porque el paso del cometa se produjo en el año 12 a. J.C., mientras que las estimaciones más recientes consideran esa fecha algo alejada del rango de opciones aceptadas, que se situaría entre los años 2 a. J.C. y 7 a. J.C. como máximo.
El famoso cometa, como es conocido, visita la Tierra cada 75-76 años, en una órbita cuya periodicidad fue establecida por Edmund Halley en el siglo XVIII, cuando predijo su regreso para el año 1758. Aunque no vivió para comprobar la veracidad de sus predicciones, el cometa acudió a la cita en la fecha indicada, por lo que se le dio el nombre del científico que supo identificar al Halley como protagonista de numerosos pasos de cometas que estaban documentados históricamente, lo que le permitió comprender que, en realidad, era un mismo cometa que regresaba con un período de 75-76 años.
En la actualidad se da por hecho que el cometa que fue observado en el año 12 a. J.C. fue el Halley, ya que coinciden los cálculos sobre su periodicidad con las referencias históricas que hablan de la presencia de un cometa en el cielo en esa fecha. Quizá sea cierto que, tras el refinamiento de los cálculos más actualizados, el año 12 a. J.C. esté algo lejos de la fecha real de la natividad, pero quizá no tanto si tenemos en cuenta la infinidad de incógnitas que envuelven las investigaciones sobre la Estrella de Belén.
Por regla general, también se considera improbable que el astro que guió a los Reyes Magos fuera un bólido, es decir, un meteoro o estrella fugaz muy brillante. Algunas citas históricas, en cambio, concuerdan con el fenómeno luminiscente originado con un bólido, porque refieren que hubo un estallido de luz y que se esparcieron fragmentos. Si estas descripciones sólo fueron producto de la concepción poética del magno acontecimiento no habría nada de particular en ellas, pero el estallido y los trozos desprendidos coinciden plenamente con lo que podemos ver durante la caída de muchos bólidos, ya que el meteoro se convierte en una bola de fuego y se fragmenta a causa del extraordinario calor.
Bólido.
No dejan de tener razón, no obstante, quienes subrayan que los «magos de oriente» debían ser expertos en cuestiones celestes y, por tanto, difícilmente habrían reparado en un bólido como señal divina. La actual concepción de los Reyes Magos asentada en Occidente nada tiene que ver con los personajes que buscaron a Jesús bajo las estrellas en los albores de la cristiandad, pero todo apunta a que se trataba de sacerdotes babilonios de gran erudición, aunque tampoco está descartada la posibilidad de que procedieran de Persia.
En los innumerables estudios científicos sobre la Estrella de Belén es mayoritaria la tesis de que los magos decidieron viajar hacia Belén después de alguna señal en el cielo, y no que partieron de antemano y durante el camino observaron la estrella. Los versículos de san Mateo encajan con esta teoría, así como la creencia de que se trataba de verdaderos especialistas en astronomía.
Aunque no sepamos de forma definitiva la respuesta al enigma de la Estrella de Belén, si este supuesto es correcto, la teoría de una conjunción planetaria especialmente llamativa cobra autoridad sobre el resto de los fenómenos celestes alternativos, porque, como se verá, es lógico pensar que los magos tomaron la decisión de viajar centenares o miles de kilómetros tras observar algo anormal en el cielo, pero no algún acontecimiento que, aunque espectacular, fuera conocido por su periodicidad.
En este punto cabe recordar que el término griego «mágos» era usado para definir a los sacerdotes babilonios, que en aquella época figuraban entre los mejores astrónomos de las civilizaciones mediterráneas. Aunque la astronomía babilónica nunca llegó a brillar tanto como la griega, floreció extraordinariamente muchos siglos antes del nacimiento de Jesús y alcanzó los conocimientos suficientes para predecir eclipses.
La sabiduría astronómica de los babilonios está reflejada en las tablillas que han llegado hasta nuestra época, y en ellas hay algo que destaca de forma palpable: la importancia que daban al comportamiento de los planetas o «estrellas errantes». La torre de Babilonia levantada en la época de Nabucodonosor es un monumento al Sol, la Luna y los cinco planetas conocidos entonces: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.
No hay dudas de que el esplendor de la astronomía babilónica perseveró durante siglos, y ello nos lleva nuevamente a la teoría de que los magos siguieron a la Estrella de Belén en busca de Jesús a causa de algún acontecimiento excepcional en el cielo. Para sabios de una civilización con un importante culto a los cielos, ni siquiera las conjunciones de dos planetas debían de ser algo extraordinario, puesto que incluso en aquella época ya se habían efectuado numerosas observaciones de los extraños movimientos de las cinco «estrellas errantes» que eran los planetas conocidos, y que se desplazaban rápidamente en el firmamento sobre el fondo de «estrellas fijas».
Sin embargo, sí que debe considerarse como un hecho excepcional, sobre todo para los astrónomos de hace dos milenios, una conjunción triple, que es lo que ocurrió en el año 7 a. J.C. con Júpiter y Saturno. Ambos planetas, en un fenómeno que sólo se produce de forma muy esporádica, entraron en conjunción tres veces seguidas aquel año, lo que sin duda no debió de pasar desapercibido.
Quizá nos encontremos ante lo que los magos interpretaron como la señal inequívoca de que había nacido un nuevo rey, ya que en una época en la que astronomía y astrología eran una misma rama del saber orientada a interpretar los mensajes del cielo, Júpiter y Saturno se reunieron por tres veces en un mismo año.
En 1604, durante una conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Ophiuchus, Johannes Kepler observó desde Praga la aparición entre ambos planetas de una supernova (SN 1604), que alcanzó un brillo similar al de Venus y fue visible durante un año. Actualmente sabemos que la explosión de aquella estrella dio origen a la radiofuente 3C 358, que está situada a unos 30.000 años luz del Sol y es considerada como la última supernova que se ha producido en la Vía Láctea. Por ello, Kepler fue el último y afortunado astrónomo en observar una supernova dentro de nuestra propia galaxia, ya que desde entonces no se ha podido observar ninguna más en la Vía Láctea y todas se han producido en otras galaxias.
SN 1604 o Supernova de Kepler.
Lo importante, en cualquier caso, es que la supernova de 1604 llevó a Kepler a sumergirse en el estudio de la Estrella de Belén. Pensó que quizá un fenómeno como el que acababa de contemplar fue el hito astronómico que acompañó el nacimiento de Jesús, y para tratar de comprobarlo efectuó una ímproba labor de cálculo. Para Kepler, sin embargo, la clave de lo que habían visto sus ojos estaba en que la stella nova apareció en medio de Júpiter y Saturno, por lo que pensó que el nuevo astro se había formado a causa de la conjunción planetaria.
Todo ello le llevó a esbozar su teoría de que la Estrella de Belén fue un fenómeno similar al ocurrido en 1604, y plasmó sus observaciones en su famoso libro titulado De stella nova. Evidentemente, Kepler estaba equivocado al creer que la supernova fue producto de la aproximación de Júpiter y Saturno, pero sus cálculos sobre las conjunciones planetarias anteriores fueron bastante certeros y le permitieron saber que en el año 7 a. J.C. tuvo lugar la conjunción triple entre ambos planetas.
Desde Kepler hasta la actualidad, esta conjunción no ha dejado nunca de figurar entre las opciones favoritas de muchos expertos para aclarar el enigma de la Estrella de Belén. Pero hay otra conjunción planetaria que tiene tantos partidarios o más que ésa y que ha recibido importantes apoyos científicos. Se trata de la espectacular aproximación que protagonizaron Venus y Júpiter en el año 2 a. J.C., cuya rareza supera incluso al triple encuentro de Júpiter con Saturno.
Efectivamente, en el año 2 a. J.C. Júpiter y Venus se acercaron tanto que para un observador terrestre debieron de forjar una increíble simbiosis planetaria, sumando sus brillos como si se tratara de un mismo objeto celeste. Después de la Luna, Venus es el astro más brillante que puede verse en el cielo y Júpiter le sigue a continuación. Al juntar su luz debieron de crear un extraordinario espectáculo celeste, superior incluso al de la triple conjunción de Júpiter y Saturno del año 7 a. J.C. Esta última, al ocurrir tres veces en un corto período, pudo ser interpretada como una señal del cielo, pero el encuentro de Júpiter y Venus, los dos planetas más brillantes, tuvo que causar un gran impacto.
La conjunción Júpiter-Venus recibió un importante apoyo científico al ser confirmada por un equipo de astrónomos del Observatorio Naval de Washington, en Estados Unidos. Aunque este centro no es tan famoso como otros más modernos, pertenece a la constelación de observatorios norteamericanos que durante los siglos XIX y XX aportó descubrimientos decisivos para la astronomía, como el de las dos lunas de Marte, Fobos y Deimos, localizadas por Asaph Hall en 1877. Se trata, por tanto, de un observatorio reconocido mundialmente por sus contribuciones científicas, por lo que la teoría de que la Estrella de Belén fue una conjunción de Júpiter y Venus figura entre las más destacadas en la actualidad.
En el año 2065, cuatro después del regreso previsto para el cometa Halley, se repetirá una conjunción Júpiter-Venus como la del año 2 a. J.C., y quizá los afortunados observadores que puedan presenciarla obtengan a través de sus ojos la respuesta al enigma de la Estrella de Belén. Realmente, aunque no sepamos si los Reyes Magos sucumbieron en el año 2 a. J.C. a la mágica luz de esta conjunción o al hipnótico triple encuentro de Júpiter y Saturno durante el año 7 a. J.C., no cabe duda de que el nacimiento de Jesucristo se produjo en una época colmada de belleza en el cielo.
Además de ambas conjunciones, el Halley cruzó la bóveda celeste en el año 12 a. J.C., la nova registrada por los chinos irrumpió entre las estrellas el año 5 a. J.C., y en el año 6 a. J.C. Júpiter fue ocultado dos veces por la Luna. La principal conclusión que puede obtenerse después de un enigma que dura más de dos milenios es que, aunque muchos no hayan reparado en ello, cualquiera de las dos respuestas que busca la ciencia conducirá automáticamente a la otra. Si algún día se averigua la fecha exacta de la natividad, sabremos por fin qué fue la Estrella de Belén, y de forma recíproca, si alguien descifra qué astros guiaron a los Reyes Magos hasta Belén, podremos datar correctamente, por fin, cuándo nació Jesús.