Apolo o Febo (Febo o Phoebus es la forma latina y apodo del griego Phoibos, que significa brillante) es el que conduce el carro del Sol, y se toma muchas veces por el Sol mismo. Nació en la isla de Delos, que es una de las Cícladas; su madre fue Latona (Leto) y su hermana, Diana.
Apolo de Belvedere representado como arquero Leocares, data del siglo IV a.C.
«Apolo y Diana» por Lucas Cranach el Viejo.
El primer combate que provocó que Apolo hiciera uso de sus flechas, fue cuando aniquiló a la serpiente Pitón, que devastaba la campiña de Tesalia. La piel de este animal servía para recubrir el trípode en el que se sentaba la sacerdotisa de Delfos.
«Apolo y la serpiente Pitón», por Peter Paul Rubens, data de 1636/1637.
Trípode.
Apolo estaba orgullo de esta victoria, y se atrevió a desafiar al Amor y sus dardos. El hijo de Venus sacó de su carcaj dos flecha, una de las cuales terminaba en una punta de oro e infundía el amor, y la otra tenía la punta de plomo e inspiraba el odio o el desdén.
Cupido apunto primeramente contra Apolo y disparó, para luego lanzar la segunda a Dafne, hija del río Peneo y la ninfa Creúsa. En ese momento el dios sintió una tentadora pasión por la hermosa ninfa, y ella, lejos de corresponder a su galantería, escapó rápidamente y se ocultó de su mirada.
Apolo corrió tras ella, a través de la pradera por donde serpenteaba el río, y cuando estaba a punto de alcanzar a Dafne, esta se rindió por la fatiga e imploró la ayuda de Peneo, que la transformó en laurel.
Apolo persiguiendo a Dafne, la cual se transforma en laurel.
Apolo sólo pudo estrechar entre sus brazos un tronco inanimado. Este árbol hizo desde entonces sus delicias; lo adoptó como símbolo, arrancó del tronco algunas ramas y con ellas tejió una corona, queriendo que así en los siglos venideros, el laurel fuese la halagadora recompensa por la que suspirasen los poetas, los artistas y los guerreros.
Otras desgracias le aguardaban aun: presenció la muerte de su hijo Esculapio, famoso médico a quien Júpiter exterminó con sus rayos, castigándole así por haber resucitado a Hipólito, hijo de Teseo.
Apolo, que no se atrevía a tomar venganza en la propia persona de Júpiter, dio muerte a los Cíclopes que forjaban el rayo, pero esta atrocidad recibió el merecido castigo, pues el dios fue arrojado del cielo y condenado a vagar errante sobre la tierra, sujeto a los mismos infortunios y desgracias que los simples mortales.
Entonces fue cuando Apolo se puso a sueldo del troyano Laomedón, y cuando buscó asilo junto a Admeto, rey de Tesalia, donde, convertido en simple pastor, guardó durante muchos años los rebaños de este príncipe leal y hospitalario.
Jacinto, hijo de Amiclas, era un aliado inseparable de Apolo. Dicho dios, para gozar de su presencia más a menudo, se prestó a enseñarle a manejar el arco y a tocar el laúd. Céfiro sentía por el joven Jacinto un aprecio especial, sin conseguir ser correspondido por el mismo, que sólo tenía para Apolo pruebas continuas de confianza y afecto. Céfiro, a quien los celos atormentaban atrozmente hasta cegarle, no retrocedió ante el crimen.
Apolo y Jacinto.
Un día que el feliz rival jugaba con Jacinto, Céfiro desvió el disco y lo dirigió contra la sien del joven con tal violencia que le causó la muerte. Apolo aplicó en vano sobre las heridas, las plantas de más virtud curativa reconocida; su amigo expiró a los pocos momentos y fue transformado en una flor que lleva el nombre de Jacinto.
«Apolo y Jacinto», de Jacopo Caraglio. Grabado italiano del siglo XIV.
Apolo disponía de todo lo que se necesitaba para agradar: a las cualidades del espíritu se sumaban la belleza del cuerpo, la lozanía de la juventud, una voz encantadora y un porte majestuoso: pero a pesar de tantas perfecciones no consiguió lograr el amor de ninguna mujer.
Coronis, Deífobo, Casandra y otras mujeres le menospreciaron y su talento fue subestimado por un sátiro llamado Marsias.
Marsias, natural de Frigia, era un músico notable que habiendo hallado junto a una fuente la flauta que Minerva arrojó, supo modular con ella sonidos muy dulces. Orgulloso de los elogios de que era objeto, se atrevió a lanzar a Apolo un insultante desafío, que le fue aceptado, pero bajo la condición de que “el vencido se pondría a disposición del vencedor”.
Los habitantes de Nisa fueron designados jueces del pleito. Marsias fue el primero que, colocándose en medio de la multitud, arrancó a su flauta sones maravillosos, con los que imitaba a la vez el gorjeo de los pájaros, el murmullo de las fuentes, la voz imperceptible de los ecos, los silbidos del huracán, el alegre vocerío de los borrachos…
La asamblea maravillada aplaudió entusiastamente, y Apolo, sin dejarse deslumbrar por estas clamorosas demostraciones de aprobación, acompañándose con su lira impuso silencio entonando un preludio melancólico.
Después se entregó al arrobamiento que su arte le producía, e infundió en todos los corazones el delirio de la más delicada sensación estética. Apolo tejió su canto con estas palabras: “Ariadna abandonada en una isla desierta, Ariadna plañidera y gemebunda, Ariadna que se reprochaba haber abandonado a su padre, hermana y su patria por un amante voluble, Ariadna que tenía por únicos testimonios de su pena los peñascos insensibles y las olas en perpetuo mugido, Ariadna, en fin, cuya llama sobrevivía aun a la traición del pérfido ateniense”.
«Apolo y Marsias», de José de Ribera, data de 1637.
Las lágrimas brotaron de los ojos de todos los presentes y le adjudicaron el triunfo. Pero su crueldad empañó la gloria a que se había hecho acreedor; cogió a Marsias, le ató al tronco de un abeto con las manos ligadas a la espalda, y lo desolló vivo.
Su muerte causó duelo universal. Los Faunos, los Sátiros y las Dríades, le lloraron amargamente, y sus abundantes lágrimas engendraron un río de Frigia que por esto recibió el nombre de Marsias. Después de un largo destierro, Apolo fue llamado de nuevo al Olimpo y Júpiter le repuso en su primer cargo.
Santuario de Apolo en Delfos.
Apolo es, entre todos los dioses, al que los poetas han atribuido mayores maravillas. Era el dios de la Medicina, el creador de la Poesía y de la Música, el protector de los campos y de los pastores y el que en más alto grado poseyó el conocimiento del porvenir.
Vista del Monte Parnaso desde el Santuario de Apolo en Delfos.
Grecia e Italia sentían respeto por sus oráculos, siendo los más célebres los de Delos, Ténedos, Claros, Patara y sobre todo el de Delfos. Los habitantes de la isla de Rodas levantaron en su honor una colosal estatua de bronce que era considerada como una maravilla.
Apolo, en su condición de dios de la poesía, instruía a las Musas y con ellas convivía, ya en las cumbres del Parnaso, del Helicón y del Pindo, o en las orillas floridas del Permeso y de la fuente Hipocrene.
Apolo y las Musas.
Como dios de las artes, le representaban bajo la figura de un joven imberbe, con cabellos flotantes, con una lira en la mano y una corona de laurel ceñida a la frente. Como dios de la luz le representaban coronado de rayos, recorriendo los cielos montado en un carro tirado por cuatro caballos blancos.
Sus hijos más renombrados fueron: Aurora, Esculapio, la famosa maga Circe, Lino, que fue maestro de Orfeo, y Faetón, cuya trágica muerte merece ser referida aparte.
Faetón, hijo de Apolo y Clímene, tuvo cierto día un vivo altercado con Épafo. En el calor de la disputa llegaron a injuriarse con palabras duras y Épafo se atrevió a reprochar a Faetón que no era hijo del Sol. “Tu origen no nos es desconocido, tu frágil madre ha fingido unos amores divinos para legitimar mejor su desarreglada conducta.”
Faetón se sintió ultrajado por este reproche y corrió a casa de Clímene, a la que comunicó exaltado: “Alguien ha puesto en duda lo celestial de mi nacimiento y aun ¡oh madre!, se ha atrevido a atacar vuestro honor. Vengaos y vengadme, o si no decidme lo que procede hacer en tal caso.”
Al momento fue concebido el plan conveniente. La madre aconseja a Faenón que pida al Sol que le permita guiar su carro aunque sea por un sólo día a fin de poder así probar a sus calumniadores su celestial alcurnia. Featón acudió a la morada del Sol, le refirió la afrenta que le había sido inferida y le suplicó que le concediera el favor de demostrarle al mundo entero que era realmente su hijo.
El Sol, que sentía por Faetón tierno afecto, le juró por la laguna Estigia que ninguna de sus peticiones sería desatendida. “Pues bien, padre mio, dejad que por un solo día conduzca yo el carro de la luz: por esta prueba de vuestra ternura conocerán mis enemigos que sois el autor de mi ser.” Febo había jurado por las aguas estigias y su juramento debía ser irrevocable.
Intentó, pues, disuadir a su hijo de una empresa tan peligrosa, pero viendo que todas sus objeciones resultaban inútiles y que el joven se obstinaba más y más, llamó a su presencia a las Horas matinales y éstas acudieron precedidas de la Aurora.
«Apolo concede el carro a Faetón», por Nicolás Poussin, Museo Staatliche de Berlin, data de 1630.
Engancharon los corceles al carro del Sol, Faetón subió a él lleno de orgullo, empuñó las riendas centelleantes y apenas se dignó a escuchar como su padre le advertía: “En tu vuelo, no seas excesivamente tímido o demasiado audaz; evita llegar al Cielo o descender hasta la Tierra, sigue un camino equidistante, el único que te conviene.”
Apolo hablaba aun y el presuntuoso Faetón se cernió veloz a través de la bóveda azulada. Los impetuosos corceles, que no sentían la mano de su amo, se desviaron del camino acostumbrado y tan pronto se elevaban demasiado, amenazando abrazar el cielo con su fuego, como descendían excesivamente secando el agua de los ríos.
Entonces fue cuando los etíopes tomaron el tinte negro que aun hoy conservan y desde aquel momento los desiertos de África perdieron para siempre su vegetación. La Tierra, calcinada hasta lo más profundo, gimió y se agitó, levantando hasta el cielo su cabeza ardiente y conjurando al rey de los dioses a que pusiera fin a tales tormentos…
«La caida de Faetón», por Jan Van Eyck.
Alarmado Júpiter, echó mano de un rayo y mató al hijo de Clímene. Y mientras los corceles acababan al azar la carrera del día, Faetón, juguete de los vientos y los rayos, cayó hecho un torbellino en el Erídano. Sus hermanas no pudieron sobreponerse a su desesperación y quedaron convertidas en díamos. Cicno, amigo de Faetón, sucumbió al peso del dolor y se transformó en cisne.
De esta fábula se deducen dos moralejas: Faetón representa un ambicioso que acomete empresas superiores a sus fuerzas; el Sol es la imagen de los padres excesivamente débiles que no se atreven a negar nada a sus hijos y les ocasionan la muerte por una tonta condescendencia.
«La caida de Faetón» por Johann Liss, data del siglo XVII.
«Apolo y las musas». Apolo ofreciendo una bebida a la musa Caliope. También podemos ver a las demás musas y a varios escritores. Por Nicolas Poussin, 1631-1632, podemos encontrarlo en el Museo del Prado, Madrid.
Apolo sentado en una silla de tijera con la lira en la mano izquierda procediendo a una libación.