El hombre del saco

Por Héctor Espadas.

Eran cerca de las nueve y papá vino a darme las buenas noches. Mamá era la que siempre me acostaba y él venía cuando iba a ponerse el pijama, con lo cual no era de extrañar verlo desabrochándose la camisa o los zapatos.

– Mañana, partido- Me dijo sonriente mientras me acariciaba la cabeza.
– Sí…- Dije felizmente sin ocurrírseme nada que decir.
– Bueno, te dejo que descanses. Acuérdate mañana de desayunar bien.- dijo acariciándose la pequeña calva que le estaba saliendo. Cada vez que mi padre me daba un consejo, se me quedaba grabado en la cabeza.

Se despidió con un beso en la frente y cerró la puerta. Era extraño pero cada vez que la puerta estaba cerrada, sobre todo de noche, no parecía mi habitación. Era como si me encontrase de repente en un sitio aislado de toda la casa, lejos de todo el mundo. La lámpara de cera que me habían regalado por mi cumpleaños contribuía a ello, pues proyectaba extrañas sombras con movimiento dentro de una luz verdosa que empapaba todo el cuarto. En mi despertador de las Tortugas Ninja, el segundero sonaba con violencia aunque normalmente no me percataba de su existencia. A lo lejos oía la voz de mis padres y una suave melodía, aquella noche no parecían querer ver la tele.

Tumbado boca arriba en la cama, pegué un poco la barbilla a mi pecho y miré la ventana. Desde aquel sexto piso (y desde mi cama), lo único que veía era la luna suspendida en el aire, incompleta, sin fuerzas para dar luz. Giré la cabeza hacia la derecha y miré la puerta en la pared del pequeño trastero. Allí estaban mis juguetes y en noches como esa, en las que papá y mamá no veían la tele, se oían terribles gemidos y ruidos.

Deseé con todas mis fuerzas que aquella noche no oyera nada, pues empezaba a sentir pánico y aunque luego de día no recordaba nada, algo me hacía pensar que si esa noche volvía a tener pesadillas lo recordaría para siempre.

Pasó mucho tiempo sin que pasara nada. De vez en cuando oía alguna risa de mamá, como si papá le contara cosas graciosas y la música seguía sonando, aunque canciones distintas. El sudor frío se hizo presente en mi nuca y espalda cuando empezaron los ruidos. Eran ruidos extraños, como muelles oxidados y alguien dando pasos dentro del trastero. Ya no oía a papá ni a mamá. De repente empezaron aquellos gemidos y creí que la puerta del trastero se iba a abrir…

– ¡Papaaaaaaaaaaá!- Grité con todas mis fuerzas.

Los ruidos cesaron repentinamente, como si el sólo hecho de llamar a mi padre los aterrase. En unos instantes estaba en mi cuarto y con la luz ya encendida, me abrazaba y escuchaba mis explicaciones.

– Pero tranquilo, el hombre del saco no existe- dijo disimulando una sonrisa.
– Sí, si que existe. ¡Yo lo oigo!- Le expliqué. No me gustaba que pensase que eran “cosas de niños”.

Entonces mi padre me guiñó el ojo y se me acercó al oído para susurrarme: “Bueno, pues si existe, yo lo cazaré”. Acto seguido se levantó y se dirigió hasta mi puerta. Luego salió y me miró.

– Bueno, hasta mañana. Recuerda que los monstruos no existen- dijo en voz alta. Luego volvió a entrar en mi cuarto sin hacer ruido y cerró la puerta. Se sentó en la esquina de la pared de la puerta y la del trastero y se llevó el índice a los labios, indicándome que guardara silencio. Todo parecía un juego para él.

La lámpara de cera volvió a hacer de las suyas. Esta vez ya no se oía la música y por supuesto tampoco hablaban papá y mamá. Todo era un escandaloso silencio, a excepción de mi despertador que no hacía más que acelerar mi pulso. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…

La luna aparecía y desaparecía tras mis párpados y éstos parecían más pesados cada vez. Pero cuando estaba a punto de dormirme, los ruidos comenzaron una vez más y miré con los ojos como platos a mi padre.

Papá no me miró pero puso la cara que ponía cuando el mando de la tele no funciona. Se puso de pie y dio dos pasos, hasta quedar delante de la puerta del trastero. Los gemidos empezaron y mi padre, sin pensárselo dos veces, abrió la puerta del trastero. La luz de la lámpara de cera no parecía entrar en el trastero y la oscuridad era más recalcada en él. Al abrir la puerta, los ruidos se agigantaron un poco y yo comencé a estremecerme en la cama.

– ¿Papá…?

Papá se giró y puso de nuevo el índice delante de su sonrisa, como si no quisiera que lo sorprendiesen porque estaba a punto de gastar una broma. Entonces algo brilló dentro del trastero y escuché un pequeño silbido. Un segundo después, la cabeza de mi padre, desprendida del cuerpo, chocaba contra la lámpara de cera, haciéndola añicos y todo se envolvió en oscuridad.

Fui incapaz de reaccionar, me quedé petrificado mirando la forma negra en el suelo que era la cabeza de mi padre. En la penumbra empecé a escuchar un goteo y pensé que era de sangre. Algo salió del armario y al andar hacía aquellos ruidos extraños que se oían en el trastero y resonaban con estrépito en mi cabeza. Avanzó hasta donde yo miraba, cogió la cabeza de mi padre y la metió en un saco que arrastraba y donde parecía llevar otras cabezas. Luego volvió al trastero haciendo los mismos ruidos y cerró la puerta tras de sí.

En breves instantes mi madre entraría en mi cuarto para ver si todo iba bien y encendería la luz. No tenía ni idea de cómo explicarle lo que había sucedido.

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