La próxima vez que vayas al médico, pregúntale si realizó el juramento hipocrático cuando obtuvo la licenciatura. No todas las facultades de Medicina modernas establecen el requisito de recitarlo, pero algunas sí, y este juramento, escrito hace más de dos mil años, aún tiene cosas que transmitirnos. Pronto las veremos.
Aunque el nombre de Hipócrates se relaciona con su famoso juramento, lo más probable es que no fuera él quien lo escribió. De hecho, sólo redactó unos pocos de los sesenta o más tratados (obras cortas sobre temas específicos) que llevan su nombre. Sabemos muy pocas cosas sobre Hipócrates el hombre. Nació alrededor del 460 a.C. en la isla de Cos, no muy lejos de la actual Turquía. Trabajó como doctor, enseñó Medicina (para conseguir dinero) y tuvo dos hijos y un yerno que fueron todos médicos. Es una larga historia de tradición familiar.
El Corpus hippocraticum (un corpus es un conjunto de obras) fue escrito de hecho por diversos individuos durante un largo periodo de tiempo, tal vez doscientos cincuenta años. Los varios tratados del corpus defienden distintos puntos de vista y tratan numerosos temas: el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad, cómo enfrentarse a los huesos rotos y las articulaciones dislocadas, las epidemias, cómo mantener la salud, qué comer y cómo puede influir el entorno en nuestra salud.
Los tratados también ayudan al doctor a saber cómo comportarse, tanto con sus pacientes como con otros médicos. En resumen, los escritos hipocráticos cubren todos los aspectos de la medicina tal como se practicaba en aquella época.
Igual de notable que el abanico de temas tratados es la cantidad de tiempo que hace que se escribieron. Hipócrates vivió antes que Sócrates, Platón y Aristóteles, y en Cos, una isla pequeña y remota. Es sorprendente que haya sobrevivido cualquier escrito de esa época.
Por entonces no había imprentas; las palabras debían copiarse a mano laboriosamente sobre pergamino, arcilla u otras superficies, y luego pasaban de persona a persona. La tinta se va desvaneciendo, las guerras suponen destrucción y los insectos y el tiempo se cobran su peaje. Cuantas más copias se hicieran, más oportunidades había de que sobrevivieran.
Los tratados hipocráticos constituyen la base de la medicina occidental, y es por eso que Hipócrates sigue ocupando una posición preeminente. Durante siglos, la práctica médica se ha guiado por tres principios generales. El primero se encuentra aún hoy en la base de nuestra ciencia médica: la firme creencia de que la gente enferma debido a causas «naturales» que tienen una explicación racional.
Antes de los hipocráticos, en Grecia y en las tierras vecinas se creía que la enfermedad tenía una dimensión sobrenatural y que la gente caía enferma por haber ofendido a los dioses, o porque alguien con poderes sobrenaturales le lanzaba un sortilegio o se sentía contrariado con él.
Y si las brujas, los magos y los dioses eran los causantes de las enfermedades, era mejor dejar que fueran los sacerdotes o los magos quienes averiguaran por qué éstas se habían manifestado y cuál era el mejor modo de curarlas. Aún hoy en día, mucha gente utiliza remedios mágicos o acude a curanderos.
Los hipocráticos no eran curanderos, sino médicos que creían que la enfermedad era un suceso normal y natural. En un tratado titulado Sobre la enfermedad sagrada se refleja esta idea. Se trata de un texto breve sobre la epilepsia, un trastorno tan habitual entonces como ahora, no en vano se cree que tanto Alejandro Magno como Julio César lo padecían. La gente con epilepsia sufre ataques durante los cuales pierde la conciencia y experimenta espasmos musculares, al tiempo que su cuerpo se retuerce.
A veces incluso se orinan encima. Poco a poco, el ataque remite y recuperan el control sobre su cuerpo y sus funciones mentales. Aquellos que sufren de epilepsia hoy en día lo ven como un episodio «normal» aunque incómodo, pero ver a alguien en pleno ataque epiléptico puede resultar perturbador. Para los antiguos griegos los ataques eran tan dramáticos y misteriosos que daban por hecho que se debían a causas divinas. Por ello la llamaban la «enfermedad sagrada».
El autor hipocrático del tratado no estaba de acuerdo. En su primera y famosa frase afirma con rotundidad: «No creo que la “enfermedad sagrada” sea más divina o sagrada que cualquier otra, sino que, por el contrario, tiene características específicas y una causa definida. Sin embargo, debido a su naturaleza completamente diferente de cualquier otra enfermedad, se ha considerado como una visita divina por aquellos que, al ser sólo humanos, la contemplan con ignorancia y asombro».
La teoría del autor era que la causa de la epilepsia era un bloqueo de la flema en el cerebro. Como la mayoría de las teorías científicas y médicas, con el tiempo ha sido reemplazada por otras mejores. Pero la afirmación de que no puede atribuirse una causa sobrenatural a una enfermedad sólo porque sea poco habitual, misteriosa o difícil de explicar constituye un principio que ha gobernado la ciencia a lo largo de los siglos.
Tal vez no la entendamos ahora, pero con paciencia y trabajo duro, podemos hacerlo. Este argumento es uno de los más duraderos que nos han legado los hipocráticos.
El segundo principio hipocrático afirma que tanto la salud como la enfermedad son causadas por los «humores» de nuestros cuerpos (por ello se dice que una persona está de buen o mal humor). Esta idea se desarrolla con claridad en el tratado Sobre la naturaleza del hombre, que podría haber escrito el yerno de Hipócrates. Otros tratados hipocráticos señalan dos humores, la flema y la bilis amarilla, como causas de la enfermedad, pero en Sobre la naturaleza del hombre se añaden dos más: la sangre y la bilis negra.
El autor argumenta que estos cuatro humores juegan un papel esencial en nuestra salud, y cuando se desequilibran (cuando hay un exceso de uno o una carencia de otro), el cuerpo enferma. Es probable que hayas visto tus propios fluidos corporales cuando has estado enfermo: cuando tenemos fiebre, sudamos; cuando tenemos un catarro o una infección pulmonar, nos caen mocos de la nariz y tosemos flema; cuando nos duele la barriga, vomitamos, mientras que la diarrea expulsa fluidos por el otro extremo del aparato digestivo, y un arañazo o un corte nos hacen sangrar.
Hoy en día es menos habitual la ictericia, que provoca la amarillez de la piel y puede ser causada por diversas enfermedades que afectan a aquellos órganos que producen los fluidos corporales, incluida la malaria, muy común en la antigua Grecia.
Los hipocráticos asociaban cada uno de estos humores con un órgano del cuerpo: la sangre con el corazón, la bilis amarilla con el hígado, la bilis negra con el bazo y la flema con el cerebro. Otras enfermedades, aparte de los catarros o la diarrea, con el obvio cambio en los fluidos, se asociaban también a la variación en los humores.
Cada uno de ellos tenía sus propiedades: la sangre es cálida y húmeda; la flema, fría y húmeda; la bilis amarilla, cálida y seca, y la bilis negra, fría y seca. Se trata de síntomas que de hecho son perceptibles en los enfermos: cuando una herida se inflama con sangre, está caliente, y cuando tenemos un resfriado sentimos fiebre y escalofríos. (Galeno, que desarrolló las ideas hipocráticas unos seiscientos años después, también atribuyó las mismas características –calor, frío, humedad y sequedad– a la comida o los medicamentos que tomamos.)
El remedio para todas las enfermedades consistía en restaurar el equilibrio de humores adecuado para cada paciente. Eso significaba que en la práctica la medicina hipocrática implicaba más dificultad que limitarse a seguir las instrucciones para que cada humor recuperara su estado «natural», pues cada paciente tenía su propio equilibrio de humores particular, de modo que el doctor debía saberlo todo sobre él: dónde vivía, qué comía, cómo se ganaba la vida…
Sólo a través del conocimiento profundo del paciente podía explicársele lo que era probable que ocurriera, es decir, darle una prognosis. Cuando estamos enfermos, lo que más deseamos es saber qué podemos esperar y cómo podemos mejorar. Los médicos hipocráticos dedicaban gran parte de su esfuerzo a prever lo que iba a ocurrir, y si acertaban incrementaban su reputación y conseguían más pacientes.
La medicina que aprendían los hipocráticos y que luego transmitían a sus alumnos (a menudo sus hijos o yernos) se basaba en una meticulosa observación de las enfermedades y el curso que tomaban. Luego anotaban sus experiencias, a menudo en forma de frases cortas llamadas «aforismos». De hecho, uno de los escritos hipocráticos más usado por los médicos posteriores fueros los Aforismos.
La tercera aproximación a la salud y la enfermedad por parte de los hipocráticos se resume en la frase latina vis medicatrix naturae, que significa «el poder sanador de la naturaleza». Hipócrates y sus discípulos interpretaban el movimiento de los humores durante la enfermedad como una señal del esfuerzo del cuerpo por curarse a sí mismo.
El sudor, la expulsión de flema, el vómito y los abscesos de pus se veían como un mecanismo por el que el cuerpo expulsaba –o cocinaba (utilizaban muchas metáforas culinarias)– los humores para deshacerse de su exceso o modificar o purificar los malos humores que la enfermedad había alterado. El trabajo del doctor era pues ayudar a la naturaleza en el proceso natural de curación.
El médico era el servidor de la naturaleza, no su dueño, y para discernir el proceso de la enfermedad era necesaria una atenta observación de lo que ocurría exactamente durante ésta. Mucho tiempo después un médico acuñó la expresión «enfermedad autolimitada» para describir esta tendencia, y todos sabemos que muchas enfermedades mejoran por sí mismas. A veces los doctores hacen la broma de que si tratan una enfermedad se curará en una semana, pero si no lo hacen, harán falta siete días. Los hipocráticos habrían estado de acuerdo.
Además de sus numerosos textos sobre medicina y cirugía, higiene y epidemias, los hipocráticos nos legaron el juramento, que sigue siendo fuente de inspiración para los médicos contemporáneos. Parte de este breve documento hace referencia a la relación entre el joven estudiante y su maestro, así como a las relaciones entre médicos. La mayor parte, sin embargo, trata sobre el comportamiento que los médicos deben observar con sus pacientes.
No deben nunca aprovecharse de ellos, compartir los secretos que pueda transmitirles el enfermo o administrarles un veneno. Todos estos aspectos siguen siendo fundamentales en la ética médica actual, pero hay una afirmación en el juramento que resulta particularmente intemporal: «Usaré mi poder para ayudar a los enfermos en la medida de mi capacidad y mi juicio; me abstendré de dañar o hacer el mal a cualquier hombre a través de él». El objetivo de un médico sigue siendo no causar ningún daño a los enfermos.