Júpiter o Zeus

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Júpiter y Tetis, de Jean Ingres, 1811

Elevado a la soberanía del mundo por la derrota de Saturno, Júpiter(Zeus para los griegos) compartió el imperio con sus dos hermanos; asignó a Neptuno las aguas y a Plutón los infiernos, reservándose como dominios suyos la vasta extensión de los cielos.

Los comienzos de su reinado fueron turbados por la rebelión de los Gigantes, hombres de colosal estatura, algunos de los cuales tenían cincuenta cabezas y cien brazos, otros tenían en vez de piernas enormes serpientes.

Júpiter regía pacíficamente el mundo cuando sus monstruosos enemigos resolvieron destronarle. Acumularon montañas sobre montañas, la Osa sobre el Pelión y el Olimp sobre la Osa, queriendo así formarse un estribo, una especie de escalera para subir a los cielos.

En el primer combate que se libró, le superaron ventajosamente; Júpiter fué vencido y en su espanto supremo llamó en su defensa a los dioses, pero éstos temblaron también en presencia de los Gigantes, y todos, excepto Baco, se refugiaron en las más apartadas regiones del Egipto, donde, para ocultarse mejor, tomaron diferentes formas de animales, árboles y plantas.

Un antiguo oráculo había predicho que los habitantes del cielo sufrirían postergaciones hasta que un mortal viniera a socorrerles. Júpiter, apurado, imploró el socorro de Hércules, uno de los dactilos de Idea (este Hércules ideense no es el hijo de Alcmena), y en un supremo esfuerzo los dioses reaccionaron, abandonaron Egipto, esgrimieron todas sus armas y exterminaron a los Gigantes.

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Hércules mató a Alcione y Eurito, Júpiter derribó a Porfirio, Neptuno venció a Polibotes, Vulcano derribó a Clitio de un mazazo; Encélado y Tífeo fueron sepultados bajo el monte Etna, y los restantes, heridos por el rayo, se hundieron en los profundos abismos del Tártaro. Sobre la tierra imperaba entonces el crimen.

Prometeo, hijo de Japeto, había modelado una estatua de hombre y le había comunicado la vida y el movimiento, arrebatando una partícula de fuego al carro del Sol. Júpiter, indignado por este latrocinio, ordenó a Mercurio que atara al audaz culpable sobre el monte Cáucaso y que allí fuese devorado por un buitre.

Licaón, tirano de Arcadia, se complacía en inmolar a los dioses víctimas humanas y hacía perecer, gozándose ferozmente, a todos los extranjeros que ponían la planta en su reino. Júpiter abandonó el Olimpo y bajó a la tierra para ser testigo de sus maldades; llegó a Arcadia, entró en el palacio de Licaón y pidió hospitalidad.

Los arcadios, que le habían reconocido por su noble porte y majestuoso, se aprestaban a ofrecerle sacrificios: Licaón se burló de su credulidad pueril y para cerciorarse de si su huésped era dios, degolló un niño, le cortó en pedazos y mandó que la carne fuera cocida y servida entre los platos que se sacaban a la mesa.

Este abominable festín causó horror a Júpiter, el cual echando mano del rayo prendió fuego al palacio. Licaón consiguió escaparse; pero apenas había salido de la ciudad quedó transformado en lobo.

Esta fechoría y otras semejantes indujeron a Júpiter a enviar el diluvio, que convirtió la tierra en un mar inmenso. Las montañas más altas había desaparecido. Solamente una sobresalía por encima de las olas; el monte Parnaso, en Beocia.

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Júpiter y Antíope, 1612

Sobre este océano sin riberas y entre los restos de la humanidad, flotaba una frágil barquilla juguete de los vientos en la cual iban Deucalión y Pirra, esposos fieles y virtuosos. Guiados por una mano protectora tomaron tierra sobre la cima del Parnaso, quedando a salvo, pero sus ojos sólo divisaban por doquier horrores de destrucción y muerte.

Las aguas menguaron poco a poco, y fueron apareciendo las colinas y algunas llanuras; la piadosa pareja bajó y se dirigió a Delfos para consultar el oráculo de Temis y conocer el medio de poblar la Tierra: “Salid del templo- exclamó Temis,- cubrid con un velo vuestro rostro y por encima de vuestras cabezas arrojad, tras vosotros, los huesos de vuestra abuela”.

El piadoso Deucalión se llenó de temor ante el mandato que consideraba cruel; pero reflexionando al momento que la Tierra es nuestra madre común y que las piedras que ella contiene pueden ser consideradas sus huesos, recogió algunas y las arrojó religiosamente tras sí cerrando los ojos.

Estas piedras se animaron, tomaron figura humana y se tornaron hombres; las piedras lanzadas por la mano de Pirra se trocaron en mujeres y de esta manera fue repoblado el mundo.

Ordinariamente se representa a Júpiter sentado en un trono de oro, esgrimiendo el rayo en una mano y empuñando un cetro con la otra, apareciendo a sus pies un águila con las alas desplegadas. Su aire respira majestad, su larga barba cae con descuido sobre su pecho.

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La encina era el árbol que le estaba consagrado, porque, al igual que Saturno, había enseñado a los hombres a alimentarse con bellotas. Sus oráculos más célebres eran los de Dodona en Grecia y Ammón en Libia.

Entre las divinidades del cielo se contaban como hijos suyos, Minerva, Apolo, Diana, Marte, Mercurio, Vulcano y Baco; y entre los héroes o semidioses, Pólux, Hércules, Perseo, Minos, Radamanto, Anfión y Zeto.

Quien sepa que han existido ocho personajes que llevaban el nombre de Júpiter, no extrañará tan numerosa progenie. El más célebre de todos ellos era originario de Creta, los otros habían nacido en Arcadia, Egipto, Asiria, etc.

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“Júpiter Disfrazado de Diana y la Ninfa Calisto,” por Francois Boucher (1759). Júpiter pretende ser Diana y le susurra en el oído a Calisto.

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