La Aurora, mensajera del Sol, precede al nacimiento del día. Los poetas describen su aparición montada en un carro resplandeciente, tirado por cuatro caballos blancos. Con sus rosados dedos entreabre las puertas de oriente, disemina sobre la tierra el rocío y hace que las flores crezcan. El sueño y la noche escapan en cuanto notan su presencia, y a medida que ella se aproxima, las estrellas van desapareciendo.
La Aurora sintió por Titón (que era hijo de Laomedón y hermano de Príamo) un amor tan afectuoso, que imploró a Júpiter que dispensara a este príncipe la inmortalidad. Sus plegarias fueron atendidas, pero como ella se olvidó de pedir también que Titón no envejeciera jamás, al llegar a edad muy avanzada se sintió tan decadente y aquejado que fue preciso vendarlo y mecerlo en la cuna como un niño. Entonces la vida le pareció un peso tan insufrible, que prefirió morir, siendo transformado en cigarra.
La Aurora (1612-14), por Guido Reni.
La Aurora, mural del Casino Ludovisi de Roma, por Guercino (Giovanni Francesco Barbieri).