Galeno no vivió lo suficiente para asistir al declive del Imperio romano, que en el año 307 quedó dividido en dos. El nuevo emperador, Constantino (280-337), trasladó su trono al este, a Constantinopla, la actual Estambul. Allí estaría más cerca de la zona oriental del imperio, las tierras que hoy llamamos Oriente Próximo. Las enseñanzas y la sabiduría contenida en los manuscritos griegos y romanos, igual que los eruditos capaces de estudiarlos, empezaron a trasladarse hacia el este.
En Oriente Próximo se asistió al nacimiento de una nueva religión, el islam, que seguía las enseñanzas del gran profeta Mahoma (570-632) y que acabaría dominando la mayor parte de Oriente Próximo y el norte de África, hasta llegar incluso a España y el Lejano Oriente, aunque en los dos siglos posteriores a la muerte de Mahoma, la nueva religión quedó en gran parte limitada a la zona de Bagdad y los asentamientos que la rodeaban.
Todos los alumnos musulmanes estudiaban el Corán, el texto religioso básico del islam, aunque muchos de ellos estaban también interesados en los numerosos manuscritos que habían llegado allí tras el ataque a Roma en el año 455. En Bagdad se estableció una «casa de sabiduría», que animaba a los jóvenes ambiciosos a incorporarse al trabajo de traducción y estudio de estos viejos manuscritos.
Muchos de ellos estaban escritos en griego antiguo o latín, pero otros habían sido traducidos a las lenguas de Oriente Próximo. Los trabajos de Aristóteles, Euclides, Galeno y otros pensadores de la Grecia antigua fueron traducidos, lo cual está bien porque algunas de las versiones originales han desaparecido.
Sin los estudiantes islámicos, no sabríamos ni la mitad de lo que conocemos sobre nuestros antepasados científicos. Y más aún: fueron sus traducciones las que permitieron la fundación de la ciencia y la filosofía europeas después del 1100.
La ciencia islámica abarcaba el este y el oeste, igual que las tierras musulmanas. Aristóteles y Galeno eran tan admirados allí como en Europa; Aristóteles se introdujo en la filosofía musulmana y Galeno se convirtió en el maestro de la teoría y la práctica médicas. Al mismo tiempo, las ideas indias y chinas se introdujeron en Occidente.
El papel, procedente de China, facilitó la producción de manuscritos, aunque aún debían copiarse a mano y los errores eran habituales. De India llegaron los números del 1 al 9, el concepto de 0 y el marcador de posición, todos inventados por los matemáticos indios.
Los europeos podían realizar cálculos con los números romanos, como el I, el II y el III, pero resultaba difícil aunque estuvieran acostumbrados a ellos. Es más sencillo multiplicar 4 × 12 que IV × XII, ¿verdad? Al traducir los escritos islámicos al latín, los europeos denominaron a estos números «arábigos», aunque en un sentido estricto deberían haberlos llamado «indo-arábigos».
¡Menuda palabra! De hecho, la palabra álgebra proviene del término al-jabr, incluida en el título de un libro extensamente traducido de un matemático árabe del siglo IX.
Los estudiantes islámicos realizaron numerosos descubrimientos y observaciones significativos. Si alguna vez has escalado una montaña, o ido a un país situado muy por encima del nivel del mar, es posible que sepas que allí es más difícil respirar porque el aire es más escaso. Pero ¿hasta dónde tendrías que subir para que resultara imposible respirar? En otras palabras, ¿hasta dónde llega la atmósfera, la franja de aire respirable que rodea el globo terráqueo?
En el siglo XI, Ibn Mu’adh dio con un ingenioso método para averiguarlo. Llegó a la conclusión de que el crepúsculo, el momento en el que el sol se ha puesto pero el cielo aún está claro, se produce porque los rayos menguantes del sol se reflejan en el vapor de agua de la parte alta de la atmósfera. (Muchos estudiantes islámicos estaban interesados en esa clase de trucos lumínicos.)
Ibn Mu’adh.
Al observar la velocidad a la que el Sol desaparecía del cielo vespertino, calculó que durante el crepúsculo éste se hallaba diecinueve grados por debajo del horizonte. A partir de allí, estableció que la altura de la atmósfera era de ochenta y cuatro kilómetros, no muy alejada de los cien que ahora consideramos correctos. Sencillo, pero impresionante.
Otros eruditos islámicos investigaron el reflejo de la luz en un espejo, o el extraño efecto que producía la luz al atravesar el agua. (Mete un lápiz en un vaso de agua; parece que esté doblado, ¿verdad?) La mayoría de los filósofos griegos había supuesto que el hecho de ver algo se relacionaba con la luz que salía del ojo, rebotaba en el objeto que se contemplaba y regresaba al ojo.
Los científicos islámicos se decantaban más por el punto de vista moderno: el ojo recibe luz de los objetos que ve, y el cerebro la interpreta. De otro modo, como bien señalaron, ¿cómo es que no podemos ver en la oscuridad?
Muchos hombres de Oriente Próximo sí veían en la oscuridad: sus astrónomos contemplaban las estrellas, y sus mapas y cartas de los cielos nocturnos eran mejores que los de los astrónomos occidentales.
Seguían pensando que la Tierra era el centro del universo, pero dos astrónomos islámicos, al-Tusi en Persia y Ibn al-Shatir en Siria, realizaron diagramas y cálculos que fueron de vital importancia para el astrónomo polaco Copérnico, trescientos años después.
La ciencia islámica que tuvo más repercusión en el pensamiento europeo fue la medicina. Hipócrates, Galeno y los demás médicos griegos fueron meticulosamente traducidos y comentados, pero diversos médicos islámicos también se hicieron un nombre por sí mismos. Rhazes (c. 854-c. 925), como es conocido en Occidente, escribió destacados trabajos sobre materias diversas aparte de la medicina; también nos legó una minuciosa descripción de la viruela, una enfermedad muy temida que a menudo mataba a sus víctimas y dejaba cicatrices en los que sobrevivían.
Rhazes distinguió la viruela del sarampión, otra enfermedad que niños y algunos adultos siguen sufriendo. Igual que la viruela, el sarampión produce sarpullidos y fiebre. Por suerte, hoy en día la viruela se ha extinguido como resultado de una campaña internacional para proteger a la gente mediante la vacunación, promovida por la Organización Mundial de la Salud (OMS). El último caso se diagnosticó en 1977; Rhazes se habría sentido complacido.
Avicena (980-1037) fue el médico islámico más influyente. Como muchos otros eminentes sabios musulmanes, abarcó numerosos campos de estudio: no sólo la medicina, sino también la filosofía, las matemáticas y la física. Como científico, desarrolló las consideraciones de Aristóteles sobre la luz y corrigió a Galeno en varios aspectos.
Su Canon de medicina fue uno de los primeros libros en árabe traducidos al latín, y se usó como libro de texto en las escuelas de Medicina europeas durante casi cuatrocientos años. Hoy en día sigue usándose en algunos países islámicos, lo cual es lamentable, pues a estas alturas por desgracia está desfasado.
Durante más de trescientos años, los trabajos científicos y filosóficos más importantes se llevaron a cabo en el mundo islámico. Mientras Europa dormía, Oriente Próximo (y la España musulmana) bullían de actividad. Los lugares más destacados eran Bagdad, Damasco, El Cairo y Córdoba, ciudades que compartían una característica: gobernantes cultivados que valoraban e incluso financiaban la investigación, y eran tolerantes con los eruditos de todas las religiones.
Por consiguiente, tanto cristianos y judíos como musulmanes contribuyeron a este movimiento. No todos los gobernantes islámicos estaban de acuerdo con que el conocimiento se adquiriera a partir de cualquier fuente; algunos sostenían que el Corán contenía todo lo que una persona necesitaba saber.
Estas tensiones siguen vigentes hoy en día. La ciencia ha sido siempre más potente en las culturas abiertas a las novedades, puesto que conocer detalles sobre el mundo puede traer algunas sorpresas.