Si los aviones ya hubiesen existido en 1829, algunos científicos con escasas ganas de investigar dispondrían de un argumento fácil para explicar lo ocurrido en España durante el mes de enero del año 2000. La misteriosa caída de bloques de hielo de origen desconocido mantiene abierto el debate entre los expertos, pero la investigación ya ha permitido descartar, en los casos autentificados, que procedan del excusado de aeronaves.
En otras ocasiones, los desechos de algunos aviones se han precipitado accidentalmente sobre las ciudades después de solidificarse por el frío, pero esta vez el análisis químico revela una composición diferente a la que podría esperarse en tal caso.
Exquisita paradoja para la ciencia confundir un aerolito con semejante bolo de desperdicios; sin embargo, aunque pudiese haber sucedido en pleno año 2000, ello jamás explicaría el origen del bloque de hielo que cayó en 1829 en la ciudad de Córdoba, ni los demás casos ocurridos durante el siglo XIX. Entonces no disponíamos de artilugios que surcan el aire para echarles la culpa de nuestra ignorancia.
La caída de bloques de hielo, pese al revuelo que originó en España, no es un fenómeno nuevo. Ha ocurrido decenas de veces en numerosos lugares del mundo y, en ocasiones, con espesores superiores a un metro.
Amén de descartar su relación con los aviones, las investigaciones efectuadas sobre los bloques caídos en España no amparan tampoco un presumible origen cósmico —como restos cometarios, por ejemplo— y perfilan, en cambio, un fenómeno atribuible a causas atmosféricas y meteorológicas extraordinariamente singulares, en las que parece intervenir la influencia del aumento de aerosoles como consecuencia de la creciente contaminación.
La oleada de «aerolitos» en España comenzó el día 8 de enero de 2000 con la caída de un bloque de hielo en la población de Tocina (Sevilla), donde causó notables destrozos en el vehículo de un ciudadano que no podía dar crédito a lo que acababa de ocurrirle. Días después, cuando los científicos no habían hecho más que recoger el extraño objeto helado de Tocina, se produjo una verdadera lluvia de bloques de hielo, con casos como los de L’Alcúdia (Valencia) y Xilxes (Castellón).
A partir de aquí, la expectación popular generada por estos sucesos y varios artículos sensacionalistas convirtieron un extraño fenómeno natural en catarsis colectiva; los «aerolitos» se recogían diariamente y los testigos presenciales los entregaban a la policía o los llevaban a los observatorios meteorológicos.
Se contaron más de 50 casos, pero mientras se almacenaba la segunda docena resultó evidente que la mayoría eran falsos. La excepcional atención prestada por la sociedad al fenómeno, con el consiguiente reflejo en los medios de información, obligó a algunos expertos a pronunciarse sobre el posible origen sin disponer todavía de resultados científicos.
La fiebre de los «aerolitos» tiene notables paralelismos con otros episodios relacionados con el espacio. Cuando en 1877 Giovanni Virginio Schiaparelli habló de los canali que observó sobre Marte, la traducción del término en Estados Unidos fue entendida con un matiz de artificialidad que, rápidamente, enarboló la concepción de una civilización marciana creadora de tales ingenios para transportar agua.
Los canales de Schiaparelli en Marte aguzaron la imaginación del colectivo sobre la existencia de civilizaciones en dicho planeta.
En España, el uso de la palabra aerolito para referirse a los bloques de hielo también determinó, de forma inexorable, la suerte del fenómeno, puesto que se dio por sentado el origen extraterrestre de los objetos recogidos. Dado que los aerolitos son la clase más común de meteoritos, el término utilizado descartaba implícitamente su posible origen terrestre y, a los oídos de la gente, establecía su procedencia del espacio exterior, con el lógico revuelo.
Incluso uno de los diarios más prudentes con este tipo de cuestiones se vio abocado a destacar en su primera página la excepcionalidad del fenómeno, aunque de la lectura de la información no podía deducirse con claridad si la noticia era la caída de los bloques de hielo o la forma en que respondió la sociedad. Al final, cuando los últimos casos claramente falsos ya habían generalizado las risas entre la multitud, la fiebre de los «aerolitos» remitió y el asunto desapareció de las primeras páginas en medio de una convicción general de fraude.
Fue como décadas atrás, durante las oleadas de avistamiento de objetos volantes no identificados: después del primer caso se incrementa de forma espectacular el número de testigos que asegura haberlos visto y, finalmente, cuando el asunto deriva en abducciones y otras fantasías la gente le resta credibilidad y se olvida de ellos.
En el fenómeno de los bloques de hielo hay, sin embargo, una palpable diferencia: existen y están ahí, depositados en el laboratorio bajo la atenta mirada de los científicos. Ciertamente, de los más de 50 casos contados, la mayoría fueron fraudulentos, pero nueve están autentificados de forma científica y la investigación ha dado sus frutos aunque la gente se haya olvidado de ellos. Y quizá, a pesar de que la fiebre popular desapareciera, nos encontremos ante un interesante fenómeno por sus implicaciones con los efectos de la actividad humana sobre la naturaleza.
Si bien es cierto que el tema sigue abierto, los análisis efectuados por un equipo científico español multidisciplinar apuntan hacia la formación de los bloques de hielo en la alta atmósfera y no en el espacio exterior. Nos encontraríamos, por tanto, ante un fenómeno atmosférico pero no cósmico, porque no se trataría de mini cometas ni de aerolitos.
Esta distinción es muy importante, porque conviene aclarar que los aerolitos son meteoritos de tipo pétreo, los más habituales, y su naturaleza es rocosa con pequeñas partes de metal, por lo que se trata de algo radicalmente diferente al hielo casi puro que cayó sobre España en enero del año 2000. Resulta, pues, sorprendente que desde el primer momento, sin atender la advertencia de los científicos, se usara la palabra aerolito pese a que los objetos que estaban a la vista de todo el mundo eran cualquier cosa menos eso.
Los bloques de hielo autentificados se hallan bajo la tutela del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que encomendó el estudio de las piezas a un equipo encabezado por el geólogo Jesús Martínez-Frías. Los estudios realizados desde el episodio del año 2000, así como los ejemplares caídos con posterioridad, han permitido sacar algunas conclusiones y bautizar a estas misteriosas bolas congeladas con un nombre consensuado por la ciencia: megacriometeoros.
En su mayor parte se trata de trozos que pesan aproximadamente un kilo y cuya composición básica es hielo, sin presencia destacada de otros materiales. Esta circunstancia no concuerda con la composición de fragmentos cometarios, en los que el hielo no es puro, sino que está acompañado de polvo y otros elementos. Por otra parte, las condiciones en las que se han producido los casos auténticos son muy diferentes a las habituales durante la caída de meteoritos, sea cual sea su tipo.
Sin duda alguna, en el supuesto de que hubieran procedido del espacio, bloques del tamaño de los recogidos habrían producido una espectacular estela incandescente al entrar en la atmósfera. Es necesario observar que si los bloques fueran restos de cometas, el cuerpo principal debía ser todavía mayor, por lo que su impacto en las altas capas de la atmósfera tendría que haber originado un bólido visible, incluso, a pleno día.
Los bólidos, de acuerdo con el concepto astronómico, son las bolas de fuego que producen los meteoros al atravesar la atmósfera, ya que la fricción con el aire produce altísimas temperaturas que, generalmente, acaban por desintegrarlo. Para que se produzca un bólido basta un meteoro del tamaño de una pelota, por lo que los bloques de hielo, de haber sido de origen extraterrestre, no sólo deberían haber entrado en la atmósfera como ardientes bolas, sino que tampoco habrían alcanzado la superficie a causa del calor, que los habría derretido.
Las investigaciones apuntan a una condensación de vapor de agua en la alta atmósfera. Nos encontraríamos ante un proceso de formación de pedrisco de enorme tamaño, pero merced a un mecanismo distinto al que forma el granizo durante las tormentas a causa de la convección, ya que en la inmensa mayoría de los casos de megacriometeoros auténticos, lejos de un escenario tormentoso o turbulento, reinaba la estabilidad atmosférica y no había centros de bajas presiones en las proximidades.
Asimismo, el estudio de las condiciones en que se desarrolló el fenómeno apunta a anomalías como un enfriamiento de la estratosfera y un descenso del nivel de la tropopausa, el límite que separa la troposfera de la estratosfera.
De acuerdo con los informes elaborados por la NASA, en los últimos años se ha producido un notable enfriamiento en la estratosfera, en contraste con el paulatino calentamiento de la baja atmósfera. Las nuevas condiciones estratosféricas podrían estar favoreciendo procesos naturales como el de la formación inusual de grandes bloques de hielo.
El grupo español también está teniendo en cuenta en sus análisis los mapas de la NASA sobre distribución de ozono, que muestran la existencia el día 5 de enero de 2000 de un débil chorro de ozono sobre las zonas de España en las que se produjo la caída de bloques de hielo.
La oleada de megacriometeoros que se produjo en España en enero de 2000 no es un hecho aislado. La lista de precedentes a lo largo de la historia es amplísima. Además del caso ya mencionado de Córdoba en 1829 —el primero conocido en España—, entre los más destacados figura el de China en 1995, que excavó un cráter de un metro.
En Manchester (Inglaterra) se recogió en abril de 1973 un bloque de hielo con un peso de dos kilos, y hay todo un rosario de ejemplos desde el siglo XVIII hasta la actualidad, de los que los más importantes son los siguientes: Seringapatam (India), a finales de 1700; Ord (Escocia), en 1849; New Hampshire (Estados Unidos), en 1851; Dumbarton (Escocia), en 1951; Kempton (Alemania), en 1951; Utah (Estados Unidos), en 1965; Hartford (Estados Unidos), en 1985; West Yorkshire (Inglaterra), en 1991, y Salihli (Turquía), en 1992.
Fotografía del «hailstone» de mayores dimensiones recogido. Cayó el 3 de septiembre de 1970 en Coffeyville, Kansas, Estados Unidos. Tenía 44,5 centímetros de perímetro, un peso de 760 gramos y un tamaño de 14,1 centímetros.
Asimismo, desde el año 2000 se han contabilizado más de 50 casos autentificados en todo el mundo, incluyendo los del famoso episodio de España. En todos ellos, se apunta como mecanismos más probables de formación las alteraciones en la tropopausa y el proceso de enfriamiento en la estratosfera, quedando descartada su procedencia de inodoros de aviones, ya que en éstos existen componentes químicos que no aparecen en el análisis de los megacriometeoros.
La hipótesis de que alguno de ellos pueda haberse desprendido del fuselaje y no del inodoro de algún avión tampoco parece lógica, puesto que en ningún caso podría explicar los precedentes del siglo XIX, ya que en aquellos tiempos sólo volaban las aves.